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Actualizado: 14 de junio de 2025


Cuando don Andrés la perseguía, Juanita se fugaba por los corredores. Don Andrés cesaba en su persecución para evitar que le viesen. Deplorando lo poco o nada que adelantaba en la campaña en que se había empeñado, y no queriendo ser otro Fabio Cunctator, apeló a más eficaz estrategia y se apercibió para emboscadas y asaltos.

Y el Magistral sonrió como un ángel, mientras aspiraba con delicia el perfume de rosa de Alejandría, que Ana sin resistencia había dejado en manos del clérigo. Ella se puso seria, quiso explicaciones. «Se le perseguía, se le calumniaba... tenía enemigos... y él sin decir nada a su amiga. ¡Estaba bueno!». Algo había oído ella mucho tiempo hacía, pero vagamente.

Nuño tenía además la más completa convicción de que el mancebo no perseguía ya ni inquietaba a Leonor, cuya honestidad estaba segura.

Un pensamiento fatal le perseguía, le atormentaba sin cesar. De día se le clavaba en el cerebro impidiendo la entrada a otra idea cualquiera; de noche le despertaba con sobresalto y le hacía pasar largas horas sin reposo revolcándose en el lecho, sintiendo la sangre hervir y murmurar dentro de las venas y la frente bañada por grandes gotas de un sudor frío. ¡Qué tormento espantoso!

Allí estaba cuando en 1623 visitó Sevilla Felipe IV, y se cuenta por tradición que habiendo admirado mucho el rey el citado cuadro, que es de gran tamaño, y en el que aparece el santo con san Leandro y san Isidoro, preguntó quién lo había ejecutado. Presentáronle entonces á Herrera, diciéndole cuál era su situación y los motivos por que se le perseguía.

Don Pedro, medio a gatas porque de otro modo no se lo consentía la poca altura del desván, perseguía a sus primas, resuelto a tomar memorable venganza; y ellas, exhalando chillidos ratoniles, tropezando con los muebles y cachivaches esparcidos aquí y acullá, procuraban buscar la puertecilla angosta, para evitar represalias.

Los dos bultos eran Mesía y Quintanar, que ebrio de confidencias perseguía a su amigo íntimo con el relato de las aventuras de su juventud, allá en la Almunia de don Godino. Don Álvaro se dejó caer en el sofá, soñoliento y soñador; no oía a don Víctor, oía la voz del deseo ardiente, brutal, que gritaba: «¡hoy, hoy, ahora, aquí, aquí mismo!».

La asiduidad que había demostrado durante los meses transcurridos, su empeño en obtener de ella palabras alentadoras, todo revelaba el proyecto que perseguía. Se interrogó. ¿Le gustaba? ¡Ah, ! Huberto era elegante, distinguido, diestro en todos los sports.

A Francisco se le ocurrió que él había sido siempre un gran tirador; se consagró a la caza y perseguía corzos, jabalíes, y hasta con el oso, las pocas veces que se le presentaba, se atrevía. Una tarde de invierno vio Paula llegar a la aldea cuatro hombres que conducían a hombros el cuerpo destrozado de su marido en unas angarillas improvisadas con ramas de roble.

Era la vergüenza, que hacía arder en su interior un fuego de infierno, que enrojecía su rostro y aceleraba la circulación de su sangre. Creyó que todos le miraban, que los transeúntes ladeaban el cuerpo para evitar su roce, y anduvo apresuradamente, como si sintiera tras sus pasos el espectro de su vergüenza que le perseguía.

Palabra del Dia

rigoleto

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