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Actualizado: 13 de junio de 2025
Wilson, que había legado una considerable fortuna, tanto en la Nueva Inglaterra como en la madre patria, á Perlita, la hija de Ester Prynne.
Ester le dirigió una mirada llena de la luz de una nueva alegría. Tienes que conocer á Perla, le dijo, ¡nuestra Perlita! Tú la has visto, sí, yo lo sé, pero la verás ahora con otros ojos. Es una niña singular. Apenas la comprendo. Pero tú la amarás tiernamente, como yo, y me aconsejarás acerca del modo de manejarla.
Ester Prynne había, pues, regresado y tomado de nuevo la divisa de su ignominia, ya largo tiempo dada al olvido. ¿Pero dónde estaba Perlita? Si aún vivía, se hallaba indudablemente en todo el brillo y florescencia de su primera juventud.
¡Ester! dijo, ¡ven aquí! ¡Ven aquí también, Perlita! La mirada que les dirigió fué lúgubre, pero había en ella á la vez que cierta ternura, una extraña expresión de triunfo. La niña, con sus movimientos parecidos á los de un ave, que eran una de sus cualidades características, corrió hacia él y estrechó las rodillas del ministro entre sus tiernos bracitos.
¡Eh! ¡Eh! dijo, dejando ver un rostro de mal agüero que contrastaba con el aspecto alegre de la casa. ¿Quieres venir con nosotros esta noche á la selva? Tendremos allí gentes muy alegres; y he prometido al Hombre Negro que Ester Prynne tomaría parte en la fiesta. Servíos disculparme, respondió Ester con una sonrisa de triunfo. Tengo que regresar á mi casa y cuidar de mi Perlita.
Temblaba sin embargo, y se volvió hacia Ester con una expresión de duda y ansiedad en los ojos que fácilmente podía distinguirse, por estar acompañada de una débil sonrisa en sus labios. ¿No es esto mejor, murmuró, que lo que imaginamos en la selva? ¡No sé! ¡No sé! respondió ella rápidamente. ¿Mejor? Sí: ¡ojalá pudiéramos morir aquí ambos, y Perlita con nosotros!
De tal modo se adaptaba á Perlita su vestido, que éste parecía la emanación ó el desarrollo inevitable y la manifestación externa de su carácter, tan imposible de separarse de ella, como al ala de una mariposa desprenderse de su brillantez abigarrada, ó á los pétalos de una espléndida flor despojarse de su radiante colorido.
¡Mi pequeña Perla! dijo débilmente, y una dulce y tierna sonrisa iluminó su semblante, como el de un espíritu que va entrando en profundo reposo; mejor dicho, ahora que el peso que abrumaba su alma había desaparecido, parecía que deseaba jugar con la niña, mi querida Perlita, ¿me besarás ahora? ¡No lo querías hacer en la selva! Pero ahora sí lo harás. Perla le dió un beso en la boca.
No; no así, Perlita mía, respondió el ministro; porque con la nueva energía adquirida en aquel instante, se apoderó de él todo el antiguo temor de revelación pública que por tanto tiempo fué la agonía de su vida, y ya estaba temblando, aunque con una mezcla de extraña alegría, al fijarse en la situación en que se encontraba en la actualidad. No, no así, niña mía, continuó.
Le odio, Ester. Ella recordó su juramento y permaneció en silencio. Te repito que mi alma se estremece en su presencia, murmuró el ministro de nuevo. ¿Quién es? ¿Quién es? ¿No puedes hacer nada por mí? Ese hombre me inspira un horror indecible. Ministro, dijo Perlita, yo puedo decirte quién es. Pronto, niña, pronto, dijo el ministro inclinando el oído junto á los labios de Perla.
Palabra del Dia
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