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Actualizado: 11 de junio de 2025
En tiempo de paz, Chichí había admirado algo á este personaje «Es guapo decía pero con una sonrisa muy ordinaria.» Ahora todos sus odios los concentraba en él. ¡Las mujeres que lloraban por su culpa á aquellas horas! ¡Las madres sin hijos, las mujeres sin esposo, los pobres niños abandonados ante las poblaciones en llamas!... ¡Ah, mal hombre!... Surgía en su diestra el antiguo cuchillo de «peoncito», una daga con puño de plata y funda cincelada, regalo del abuelo, que había exhumado de entre los recuerdos de su infancia, olvidados en una maleta.
Un enardecimiento belicoso se había apoderado del antiguo «peoncito». ¡Ay, si las mujeres pudiesen ir á la guerra!... Se veía de jinete en un regimiento de dragones, cargando al enemigo con otras amazonas tan arrogantes y hermosotas como ella.
Si sólo hubieses de contar con lo que te regale tu padre, vivirías como un ermitaño. El gabacho es de los de puño duro: con él no hay farra posible. Pero yo pienso en ti, peoncito. Gasta y triunfa, que para eso tu tatica ha juntado plata. Cuando los nietos se marchaban de la estancia, entretenía su soledad yendo de rancho en rancho.
Entonces, el viejo fijó su atención en la hermana de Julio, que sólo tenía tres años, llevándola, como al otro, de rancho en rancho sobre el delantero de su montura. Todos llamaban Chichí á la hija de Chicha, pero el abuelo le dió el título de «peoncito», como á su hermano.
Así como avanzaba en años, era más agresivo y temerario, extremando su actividad, como si con ella quisiera espantar á la muerte. Sólo admitía ayuda de su travieso «peoncito». Cuando al ir á montar acudían los hijos de Karl, que eran ya unos grandullones, para tenerle el estribo, los repelía con bufidos de indignación.
Años después, fueron saliendo con igual destino los otros nietos del estanciero, que éste consideraba antipáticos é inoportunos, «con pelos de zanahoria y ojos de tiburón». El viejo se veía ahora solo. Le habían arrebatado su segundo «peoncito». La severa Chicha no podía tolerar que su hija se criase como un muchacho, cabalgando á todas horas y repitiendo las palabras gruesas del abuelo.
El «peoncito», orgulloso de su título, obedecía en todo al maestro. Y así aprendió á tirar el lazo á los toros, dejándolos aprisionados y vencidos, á hacer saltar las vallas de alambre á su pequeño caballo, á salvar de un bote un hoyo profundo, á deslizarse por las barrancas, no sin rodar muchas veces debajo de su montura.
Madariaga no había visto nunca tiburones, pero se los imaginaba, sin saber por qué, con unos ojos redondos de vidrio, como fondos de botella. A la edad de ocho años, Julio era un jinete. «¡A caballo peoncito!», ordenaba el abuelo. Y salían á galope por los campos, pasando como centellas entre los millares y millares de reses cornudas.
Pero el antiguo «peoncito» no mostraba gran respeto ante los consejos y órdenes de la bondadosa criolla. Se había entregado con entusiasmo al patinaje, por considerarlo la más elegante de las diversiones.
Palabra del Dia
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