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Lo hacía con verdadera pena, pues las últimas aventuras, colocando al fox-terrier en su verdadero teatro de caza, habían levantado muy alta la estima del cazador por el perrito blanco.

Mi compañera estaba empeñada en que no habia de ir, y yo empeñado en que no se habia de quedar, y ¡gracias al cielo! esta vez no se cumplió el refran que dice: pídele á Dios que sea bajo! Hago aquí mencion de este triunfo de un marido, porque un hecho tan raro bien merece la pena de que se mencione. Es que yo no hablo una palabra en francés, ¿qué papel haré en la tertulia?

Hacía ya algún tiempo que su madre había observado que una pena oculta la devoraba, esforzándose en penetrar el secreto de su corazón. «¿Qué tienes, Cornelia mía», le decía, y Cornelia se inclinaba sobre el seno de su madre y lloraba. «¿Estás enamorada?», le preguntó un día. Cornelia no respondió. Es que aquél era su secreto y no se atrevía ni a negarlo ni a confesarlo.

Dio voces Zoraida que le sacasen, y así, acudimos luego todos, y, asiéndole de la almalafa, le sacamos medio ahogado y sin sentido, de que recibió tanta pena Zoraida que, como si fuera ya muerto, hacía sobre él un tierno y doloroso llanto.

La iglesia de los Agustinos vale la pena de ser vista por mas de un concepto: aparte de la belleza del edificio, el célebre Canova tiene allí una de las mejores páginas que en mármol ha escrito su inspirado cincel.

Á Celso se le hacía la boca agua contando estas aventuras románticas y las enjaretaba una tras otra sin dar paz á la lengua. Sin embargo, Quino marchaba preocupado, distraído. Nunca había concedido mucho valor á la charla de su amigo. Era hombre práctico, sabía adaptarse al medio y donde el otro no veía más que tristeza y pena sabía él libar la dulce miel de la voluptuosidad.

El jóven filósofo habla sobre el particular con un magistrado de profundo saber y dilatada experiencia, quien opina que la abolicion de la pena de muerte es una ilusion irrealizable.

Juana Ana Martí, mujer de Rafael Nicolás Forteza, de oficio botiguero, natural y vecina de esta Ciudad, de edad de treinta y dos años, reconciliada y presa segunda vez por judaizante. Estando en forma de penitente, se le leyó su sentencia con méritos y abjuró de levi; y advertida, reprendida y conminada, fue condenada en quinientas libras y en confinación en la Isla, pena de doscientos azotes.

Pero el morirse era horroroso, no por el infierno, por el dolor de morir y por la pena de acabarse.

Estando en traje de penitente, se le leyó su sentencia, abjuró de levi y advertida y reprendida y conminada, fue condenada en quinientas libras y en destierro de esta Ciudad por dos años, el uno preciso y el otro a arbitrio del Tribunal, con confinación en la Isla, pena de doscientos azotes.