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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Ya se elegirá una hora conveniente respondió su padre para tranquilizarla . Y a mayor abundamiento, te llevaré conmigo, y tomaremos el aire de paso, y estiraremos los tendones; y si vienen visitas, que vengan; y si se amoscan... mejor... ¡canástoles! ¡Viva la libertad de Peleches! Y se fueron al comedor, triscando como dos chiquillos después de salir de clase. En el casino
Se queda en «mis comparientes de Sevilla» o «los comparientes de Peleches». Bien: ¿y qué? Aguarde usted un poco... ¡canario, qué ricamente está hecho este café! Como obra de las manos de Catana, que no tienen igual para eso. También está rica la mantequilla... Esa es de primera aquí: recuerden lo que les dije de la leche. Pues a lo que íbamos.
Mientras estas cosas tan graves ocurrían abajo, arriba, en Peleches, sin tenerse la menor noticia de ellas, también pasaba algo que merece consignarse aquí por remate de la crónica de aquella mañana de eterna remembranza en los futuros anales de la perínclita Villavieja.
Se ignora si las racionales dudas de Nieves quedaron desvanecidas con esta argumentación de su padre; pero es un hecho que la una y el otro, a pesar de tener citado a don Claudio en Peleches para el anochecer, tan hartos se vieron de visitas y tan necesitados de libertad y movimiento, que a las seis de la tarde se echaron al mundo por la Costanilla abajo, anticipando la salida dos horas a la convenida con el comandante retirado.
Después de haberla temido tanto Nieves, le resultó hasta entretenida la tarea de pagar las visitas que debía entre las recibidas de los villavejanos en Peleches; porque, bien mirado el asunto, tenía su lado original y pintoresco; y ella, al fin y al cabo, era algo artista y muy observadora.
Nieves había cambiado su traje obscuro por otro casi blanco; y al verla así Leto, blanco el vestido, blanca, nacarina la tez, azules los ojos y el cabello rubio, como no se le ocurrían más que tontadas, enseguida se la forjó nereida, o cosa así, de las fantásticas regiones submarinas, enviada allí por los genios protectores de Peleches, envuelta en una ráfaga salobre de las que inundaban la estancia sin cesar.
»Pues verás tú, Virtudes, lo que pasa: yo sabía lo que era Peleches por lo que había oído a papá: un lugar muy alto y despejado, y en lo más llano de él, nuestra casa, la única casa en todo Peleches, con grandes vistas a la mar y hermosos campos por los otros lados: lo que a mí me gusta sobre todas las cosas del mundo, como tú sabes muy bien; pero, amiga de mi alma, ¡qué diferencia de lo pintado a lo vivo!
Porque también eso es de estilo aquí. ¡Pues me gusta! Y es usted recién venida, y el objeto de la pública curiosidad, y sevillana, y rica, y una Bermúdez del solar de Peleches, y sobre todo... ¡canario! ¿por qué no ha de decirse? guapa; pero ¡muy guapa! ¿A que al fin me la va usted a echar a perder, canástoles? Por de pronto, ya me la puso usted colorada... ¡Semejante soldadote!
En esto salió don Adrián con la levita nueva, bastón de caña, sombrero de copa muy alto, y dos dedos de cuello de camisa fuera del corbatín; se arrimó al grupo y saludó muy cortés a los señores; apareció el juez e hizo lo mismo; después Rufita González con su madre; casi al mismo tiempo Codillo y las tres Indianas, y enseguida hasta otra docena más de los notables que habían hecho ya la visita obligada a Peleches.
Yo le debía esa carta desde Sevilla; pero como en Peleches se va el tiempo por la posta... ¡Qué cabeza la mía!... En fin, ya no tiene remedio: le contestaré aquí de palabra; y... ¡quién sabe si así saldremos ganando los dos? ¿No es verdad, papá?
Palabra del Dia
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