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Actualizado: 21 de junio de 2025


Al dar los primeros pasos, advertí el extraordinario decaimiento de mis fuerzas físicas; no podía tenerme en pie, y el ardor de mi sangre, llegado a su último extremo, me paralizaba cual si estuviese enfermo.

Julieta no se había levantado, y después de responder con una ligera inclinación de cabeza al saludo ceremonioso del joven, se quedó esperando. Raúl parecía un poco turbado a pesar de su aplomo. La actitud cortés pero digna de la joven empleada paralizaba sus brillantes facultades.

La verdad era que la presencia de la señora de Candore paralizaba un poco sus veleidades de independencia y no le disgustaba dejar para más adelante una explicación embarazosa, de la que no estaba seguro de salir con los honores de la guerra a pesar de sus fanfarronadas. Así era que veía llegar el fin del mes con menos impaciencia que inquietud. El plazo había ya expirado.

En vano me empeñé en transmitir al papel las impresiones que en produjo aquella carta; en vano luché por expresar la emoción de mi alma hondamente conmovida, la emoción sublime que señoreada de mi espíritu anudaba mi lengua, humedecía mis ojos y paralizaba mi pensamiento. Desalentado, rendido de cansancio, me tendí en el lecho.

Tenían padres o maridos que trabajasen por el sostenimiento de la familia; y si no había chambos, si el «trato» de las caballerías se paralizaba, daban vuelta de llave a su estómago y sufrían el hambre en silencio, sentadas junto a los pedruscos fríos del hogar, con las faldas esparcidas en torno de ellas como hongos enormes, taciturnas y dispuestas a morir sin moverse del sitio.

Casi todas ellas llevaban guantes, y este forro de piel que ocultaba sus manos rudas y no muy limpias enorgullecíalas como una muestra de distinción, al mismo tiempo que paralizaba sus ademanes. Otras vestían de golfos, enfundadas en pantalones masculinos, que parecían próximos a estallar con la presión de las rollizas carnes.

Era hijo de un brujo y había heredado muchos de los secretos paternales. A veces, esta vida nocturna de la selva se paralizaba con una larga pausa de angustioso silencio. Era porque rondaba cerca el jaguar, el tigre americano, de piel pintada á redondeles, al que los indios guaraníes, en su lenguaje, apodan «el Señor». Otras veces, el silencio tenía un motivo más claro y determinado.

Algunos segundos después de la explosión, ya no pensábamos más que en nosotros mismos. Rendido el Bucentauro, todo el fuego enemigo se dirigió contra nuestro navío, cuya pérdida era ya segura. El entusiasmo de los primeros momentos se había apagado en , y mi corazón se llenó de un terror que me paralizaba, ahogando todas las funciones de mi espíritu, excepto la curiosidad.

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