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Tenía ocho días la chicuela... estaba acostada en su cama... sacudiendo sus piernitas... unas piernitas rollizas, verdaderos salchichones... y un traserito... ¡no le digo nada!... ¡Rayos y truenos! ¡Yo no me animé ya a levantar los ojos, tan abochornado estaba! La baronesa fingía no oír nada y Yolanda había salido de la pieza. En cuanto al viejo, éste reventaba de risa.

Tenía ocurrencias de demonio... De buenas a primeras preguntó a Bautista, el intendente, si vivía en la casa alguna doncella, porque, desde unos trescientos años atrás, tenía el capricho de volver a pellizcar blancas y rollizas formas femeninas... Bautista, con la dignidad propia de un alto servidor de casa ducal, dijo que allí no había hembra alguna, ni se estilaban mujeres con semejantes formas... ¿Qué hizo entonces la extravagante visita?

Las mujeres que estaban de pie cerca de la puerta de la cárcel en aquella hermosa mañana de verano, mostraban rollizas y sonrosadas mejillas, cuerpos robustos y bien desarrollados con anchas espaldas; mientras que el lenguaje que empleaban las matronas tenía una rotundidad y desenfado que en nuestros tiempos nos llenaría de sorpresa, tanto por el vigor de las expresiones cuanto por el volumen de la voz.

Sus formas corporales, idénticas á las de los Moxos, son algo mas rollizas y no tan desvahidas; tienen la espalda ancha, y sus fornidos miembros revelan la fuerza, sin estar espuestos á la obesidad. Las mugeres guardan las mismas proporciones que se advierten entre los Moxos.

Ventanas y puertas se abrían de par en par, como diciendo que donde no hay, no importa que entren ladrones; y en el marco de los agujeros por donde respiraban trabajosamente los ahogados edificios, se asomaba ya una mujer peinándose las guedejas, y de la cual sólo distinguía el transeúnte la rápida aparición del brazo blanco y la oscura aureola del cabello suelto; ya otra, remendando una saya vieja; ya lactando a un niño, cuyas carnes rollizas doraba el sol; ya mondando patatas y echándolas, una a una, en grosera cazuela.... Esta vecina atravesaba con la sella de relucientes aros camino de la fuente; aquella se acomodaba a sacudir un refajo o a desocupar, mirando hacia todos lados con recelo, una jofaina; la de más acá salía con ímpetu a administrar una mano de azotes al chico que se tendía en el polvo; la de más allá volvía con una pescada, cogida por las agallas, que se balanceaba y le flagelaba el vestido.

Casi todas ellas llevaban guantes, y este forro de piel que ocultaba sus manos rudas y no muy limpias enorgullecíalas como una muestra de distinción, al mismo tiempo que paralizaba sus ademanes. Otras vestían de golfos, enfundadas en pantalones masculinos, que parecían próximos a estallar con la presión de las rollizas carnes.