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En efecto, Golfín vio que el ciego, tocando el suelo con su palo, se dirigía hacia una puertecilla estrecha, cuyo marco eran tres gruesas vigas. El perro entró primero olfateando la negra cavidad. Siguole el ciego con la impavidez de quien vive en perpetuas tinieblas. Teodoro fue detrás, no sin experimentar cierta repugnancia instintiva hacia la importuna excursión bajo la tierra.

A cada escopetazo cerraba yo los ojos despavorido; después, cuando los volvía a abrir, veía el llano inmenso y desnudo, y los perros corriendo, olfateando entre las briznas de hierba, entre las gavillas, girando sobre mismos, alocados. Los cazadores juraban detrás de ellos y los llamaban; las escopetas brillaban al sol.

Las amigas de Luz y el novio de la mayor, desde la noche del baile se bebían los vientos olfateando noticias del aparecido en el salón, por supuesto que con la mejor de las intenciones; pero nada averiguaban de fundamento, aunque por la playa corrían ya las versiones más estupendas y contradictorias acerca de la procedencia y vicisitudes del novio de Luz; que por esto solo, es decir, por ser el novio de la bañista más hermosa y más visible de cuantas por allí se exhibían, tenía el triste privilegio de atraer sobre todos los rigores de la curiosidad desocupada.

Y si me apuran, prefiero pasar por poco formal a meterme en sabidurías y honduras de crítica, investigando las recónditas leyes de la belleza o las mudanzas que el tiempo y la moda les imprimen, y olfateando los caminos que este y el otro autor siguieron para su gloria o descrédito. Para cumplir lo prometido sería preciso que me saliese de las filas de la procesión y me pusiese a repicar.

El Fidel comenzó a recorrer el salón con la cola agitada, oliendo en todas partes: luego salió como un torbellino, recorriendo los pasillos, entrando en las habitaciones, buscando, olfateando. Entró de nuevo, miró a Tristán, dejando escapar quejidos lastimeros, se fue a la puerta de la calle, volvió y repitió varias veces esta maniobra. El pobre animal buscaba a su ama.

Ya no quedaban sobre el agua hombres de oficio; ahora el mar era de los fogoneros. En los días tempestuosos del invierno, siempre le veían en la playa con la nariz palpitante, olfateando la tormenta, como si aún estuviera sobre cubierta preparándose a resistir el tiempo.

La curiosidad pecaminosa con que ella había mirado siempre a las vulgares mozas del partido, que se hacía enseñar, aquí se multiplicaba y como que se ennoblecía; y Emma quería adivinar olfateando, tocando, viendo, oyendo de cerca la historia íntima de los placeres y aventuras de la mujer galante y artista.

El tren se lanzaba por aquel campo triste, como inmenso lebrel, olfateando la vía y ladrando a la noche tarda, que iba cayendo lentamente sobre el llano sin fin.

Y la vida huyó de aquel cuerpo, arrojada por el espíritu obcecado, que decía no querer nada de ella, porque él no la había llamado... Ya las zancadas y los gritos de Agapo se oían de nuevo. ¡Quilito! ¡Quilito! Dos hombres venían con él. Y todos tres buscaban, olfateando como lebreles, más cerca, más lejos, se iban y volvían, hasta que el pie del filósofo dió con el cuerpo del suicida.

Su aparición en la Bolsa era saludada con entusiasmo; los especuladores, olfateando un indicio cualquiera, para lanzarse en las corrientes del alza, o de la baja, salían a su encuentro, le preguntaban, le seguían. ¿Qué dice don Bernardino? ¿compra oro? ¿vende cédulas? Misterio. El señor Esteven iba solo a charlar un rato, a ver a sus amigos, a tomar el pulso del mercado.