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Actualizado: 9 de junio de 2025


Traje de mañana de un gris humo suave y exquisito, hongo de finísimo castor, una flor de gardenia en el ojal, guantes de gamuza flamantitos, tal era el atavío del indiscreto que así registraba el salón de Damas. Advertíase en su tipo mezcla singular de debilidad y fuerza, cuerpo de sietemesino y músculos de Hércules.

Caía sobre una lluvia de rosas; tomé un precioso capullo que se había enredado en las crines de mi caballo y lo coloqué en el ojal de mi levita de uniforme. El General se sonrió con ironía. Yo le había dirigido frecuentes miradas, pero su impasible semblante no me revelaba si era o no de los míos.

Entre los cepillos, botes de perfume y pulverizadores parecía reinar la fotografía de un hombre encerrada en un marco de níquel. Era un buen mozo, de mandíbula enérgica, bigote recortado, ojos imperiosos y una gran flor en el ojal de la solapa.

Entre los mil primores y monerías que la adornaban, veíanse ante el cubierto de cada caballero pequeños bouquets de violetas para el ojal del frac, puestos en diminutos vasitos de cristal, ligeros y diáfanos cual si fuesen de aire petrificado, y teniendo todos en el centro una pequeña flor de lis, lindísima maravilla natural, criada a fuerza de cuidados en las estufas de Currita.

Old Sam era un desertor de la marina inglesa, hombre inteligente y práctico. Tenía unos cincuenta años. Vestía marsellés y una gorra de pelo y llevaba el pito de plata, pendiente de un cordón de seda negro, enlazado en el ojal de la chaqueta. Franz Nissen, el timonel, era el que no abandonaba nunca la rueda del timón. Era un viejo ex presidiario que no hablaba con nadie ni se mezclaba en nada.

Y ahora, porque entonces, sin méritos que lo justificaran, tuve uno ó dos oyentes, echo de nuevo mano al público por el ojal de la levita, por decirlo así, y quieras que no quieras, me pongo á charlar de mis vicisitudes durante los tres años que pasé en una Aduana.

Pues allá se me vino con unos chismajos, porque yo hablaba entonces con el chico de Tellería y... Pues la cogí un día, la tiré al suelo, me estuve paseando sobre ella todo el tiempo que me dio la gana... y luego, cogí una badila y del primer golpe le abrí un ojal en la cabeza, del tamaño de un duro... La llevaron al hospital... Dicen que por el boquete que le hice se le veía la sesada... Buen repaso le di.

Mi amigo don Benito, correctamente vestido, charlaba aquella noche en un rincón del gran comedor de la casa de Montifiori con varios muchachos alegres que comentaban el enlace de Blanca. Lo único que le hace falta al novio, es que Montifiori le consiga un pedacito de cinta para el ojal, como la que él usa decía riendo uno de los jóvenes de la rueda. ¡Eh! no es tan fácil eso... decía otro.

Palabra del Dia

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