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Actualizado: 7 de mayo de 2025


Se confiesa a menudo, entrega cantidades en las sacristías, diciendo que las ha cobrado de más por un error y quiere sean para los pobres, y hasta se murmura si es él ese ramoso sujeto que, con el incógnito de Un cualquiera, envía dinero a la Junta de Instrucción Obrera cuando ésta sufre apuros.

Era ésa una forma algo grosera de apreciar las relaciones que existían entre Silas y Eppie. Pero conviene recordar que muchas de las impresiones que Godfrey podía recoger respecto de la clase obrera de su vecindad, eran tales como para favorecer en él la opinión de que los afectos profundos no se armonizaban con las manos callosas y los débiles medios de la existencia del pueblo.

Después pasó una mujer pequeña y enflaquecida, una pobre obrera de las que habitan en la otra orilla del río. Cansada del trabajo, sostenía en un brazo la pesada cesta y un chicuelo mofletudo que se agitaba con nerviosa alegría, mientras tiraba con la otra mano de un galopín de cinco años que se obstinaba en no andar por habérsele desatado el zapato.

Y cuando, terminado el trabajo, vuelve a su casa, barre, lava y se consume como una momia ante el humoso hornillo de la cocina. Yo amé a Lucy por esto, porque estaba consumida y agotada por la explotación, porque era la virgen obrera en toda su melancólica decadencia, nacida hermosa y afeada por la injusticia social.

Por una parte, la sagrada defensa de los trigos, y por otra, las asociaciones de propaganda católica y de religiosidad obrera, devoraban todo su tiempo. Era vicepresidente de unas Ligas, secretario de otras, y consideraba un deber sagrado no faltar a ninguna de sus reuniones.

Eibar, con la muchedumbre obrera de sus fábricas de armas, liberal y poco religiosa, estaba próxima, y, sin embargo, parecía al otro extremo del mundo, como si los montes que separaban ambas poblaciones fuesen infranqueables. Las casas de Azpeitia ostentaban en todas las puertas grandes placas del Corazón de Jesús.

Sus brazos eran débiles, sus manos delicadas; ni siquiera poseía el vigor físico de un mozo de cordel para ganarse la subsistencia. Recordaba con amargura las declamaciones que muchas veces había leído sobre la miseria de los desheredados de la clase obrera. ¡Ay! Ellos, al menos, no perecían de hambre en medio de la calle.

Después se separaron, pues los pobres no tienen tiempo que perder. La vieja los vió llegar puntualmente. Llevaba la viuda un vestidito negro adquirido en un bazar; el niño iba con su mejor ropa y peinado como un paje. Al ver que la obrera intentaba ir hacia la taquilla, la vieja se opuso. ¿Qué es eso?... Aquí pago yo. Me aprecian mucho; soy como de la casa.

Aquella melancolía atacaba a la Tribuna desde que no alimentaba su viva imaginación con espectáculos políticos y desde que al bullicio de la Unión del Norte sucedió la habitual y uniforme vida obrera de antes, sin asomo de conspiración ni de otros romancescos incidentes. Por distraerse, habló más con Ana de amoríos y menos de política. Ana se prestaba gustosa a semejantes coloquios.

El conferencista, que había pasado casi inadvertido durante la travesía, se agigantaba ahora de golpe con este homenaje popular. Muchas señoras que apenas se habían fijado en él, sonreían y lo encontraban «muy distinguido de figura». Un mocetón italiano, representante de una sociedad obrera, saludó al professore con un discursito aprendido de memoria.

Palabra del Dia

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