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Actualizado: 14 de julio de 2025
El viento acompañaba en ocasiones con demasiada fuerza, y no se oían las palabras; pero después de cada golpe de mar, entre el murmullo del agua que chorreaba, oíase constantemente el estribillo de la canción: Es honrada Liseta y no fe...a: Se queda en la alde...a... Pero llegó un día de viento y lluvia muy fuertes, en que ya no lo oí.
Mire usted los míos, don Claudio, que aún chisporrotean desde que oí el relato hecho por Nieves. ¡Y si viera usted cómo está la sangre de mis venas, y lo que pasa en el fondo de mi corazón, y las ideas que hierven en mi cerebro!... Por visto, don Alejandro, por visto.
Muchas gracias; quede usted con Dios. Aléjeme a paso largo. Antes de llegar a la puerta de Paca ya oí ruido de bofetadas y lamentos. Algunas mujeres se mantenían sentadas delante de las viviendas o salas, como allí las llaman, departiendo en voz alta.
Paso a paso, fuerza y bríos fué mi espíritu cobrando: «Caballero dije o dama: mil perdones os demando; mas, el caso es que dormía, y con tanta gentileza me vinisteis a llamar, y con tal delicadeza y tan tímida constancia os pusisteis a tocar que no oí» dije y las puertas abrí al punto de mi estancia; ¡sombras sólo y... nada más!
Decía que la luz de Madrid le alborotaba la sangre y la impulsaba a cometer barbaridades. «Con el marido que Dios me dió esto se lo oí yo mismo, años después , la menor barbaridad, viviendo en Madrid, hubiera sido el adulterio. Aquí distraigo el aburrimiento murmurando y sacando tiras de pellejo.
El célebre teatro de la Scala, donde oí á nuestro compatriota Echebarria en la ópera El Profeta, es majestuoso en el interior, sin llegar, como ninguno de los que he visto en todos mis viajes, á la grandeza de nuestro coliseo de Oriente.
A eso de media noche oí a través del lecho, a larga distancia, un chillido breve y agudo que en medio de tantas convulsiones resonó en mi alma como el grito de un amigo. Abrí la ventana y escuché. Era una bandada de patos que había levantado el vuelo al venir la marea alta y se dirigía a toda prisa hacia el río.
En la estación del ferrocarril no me conoció nadie: al atravesar la plaza, oí tres o cuatro voces que dijeron con asombro: «¡Nicolasa! ¡Nicolasa!» y luego observé que a larga distancia me fueron siguiendo dos muchachas de mi tiempo, una con un chico en brazos... y, mira, aquélla me dio envidia. Si te daría. Llegué a mi casa. Imagina la sorpresa.
Eran las nueve de la noche cuando descendí del carruaje, en el húmedo umbral de la casita en que acababa de entrar, aunque tardíamente, esta fortuna casi real. La sirvienta vino á abrirme; lloraba amargamente. Oí al instante la voz grave del señor Laubepin que dijo:
De lo que sucedió en aquellos tres días siguientes ninguna fe daré, porque los tuve en el vientre de la ballena, mas de cómo esto, que he contado, oí después que en mí torné decir a mi amo, el cual a cuantos allí venían lo contaba por extenso.
Palabra del Dia
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