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Oyes, Miguelito, ¿quieres hacerme el favor de salirte a la sala? dijo a su sobrino en un tono almibarado, pero muy sospechoso. Miguel se apresuró a escapar del gabinete. No tardó en oír fuertes trastazos, acompañados de vivas interjecciones, paseos y un resuello lúgubre de malísimo agüero.

Un día que estaban solos, como Miguel la mirase desde su taburete hasta comérsela con los ojos, le dijo con sonrisa burlona y placentera a la par: ¿Por qué me miras tanto, Miguelito?... ¿Te gusto? La vergüenza y la confusión se apoderaron del chico; se puso como una cereza y concluyó por llorar desconsoladamente como si le hubiese dicho alguna injuria.

Un día, recién casado su padre, charlaban las dos amigas mientras él jugaba en un rincón; debía referirse la conversación a su persona, porque ambas le miraban a menudo, la mamá con ojos severos y desdeñosos, Lucía con dulzura. Ven acá, Miguelito le dijo ésta de pronto. Miguel acudió al llamamiento.

Cuando éste penetró en el cuarto de Enrique, le halló afeitándose frente a un espejo, tan preocupado y atento a su tarea, que no le vio ni oyó los pasos. Hola, Enriquillo, ¿cómo va? Enrique volvió asustado la cabeza. Ah, ¿eres , Miguelito? Siéntate, hombre, me alegro mucho de verte aquí.

Bueno: ahí en la esquina tomaremos un coche, ¿no le parece a V., D. Facundo? manifestó Miguel. Cómo quieras, Miguelito. Tomaron un simón en la plaza de Santa Ana, dando orden al cochero de que parase en la esquina de la calle del Tribulete. Los chicos, que se habían sentado en la bigotera de la berlina, iban tan sorprendidos y gozosos, que costó gran trabajo hacerles contestar a ciertas preguntas.

Hojeda se mantuvo silencioso algunos instantes; después, parándose de pronto y cogiendo a nuestro joven por el brazo con mucho aparato de misterio, y esforzándose por dar a su voz y a sus ojos la mayor expresión posible de severidad, le dijo: ¿Sabes, Miguelito, por qué hago yo todas estas cosas? ¿Por qué?

Cuando comenzaron a llegar de los cuartos perfectamente disfrazados todos aquellos señores y señoras, tardó en reconocerlos; al pasar por delante de él le preguntaban acariciándole la cara: ¿Me conoces, Miguelito? Y él, después de mirarlos con atención, decía: , Fulano y esto le causaba un vivo placer.