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Actualizado: 27 de junio de 2025
Algo más lejos, en un claro del parque Maximiliano, una boda de campesinos, lucida y ruidosa, bebía delante de largas tablas colocadas en banquillos, en tanto que un guarda de monte, con uniforme verde y escopeta en mano, en la actitud de un hombre que dispara, enseñaba a manejar ese maravilloso fusil de aguja, que con tanto éxito empleaban los prusianos.
Me estás haciendo creer que no hay Dios, que portarse bien y portarse mal todo es lo mismo». La compasión venció a la delincuente y se mostró tan afable aquella tarde y noche, que Maximiliano hubo de tranquilizarse. El pobrecito estaba destinado a no tener rato bueno, pues a punto que su espíritu recibía algún alivio, se le inició la jaqueca. La noche fue cruel, y Fortunata esmerose en cuidarle.
Los dos dientes centrales superiores eran enormes, y se le veían siempre, porque ni cuando estaba de morros cerraba completamente la boca. Oída la conminación que le hizo Maximiliano, Papitos se desvergonzó más. Ella las gastaba así. Cuanto más la amenazaban más pesadita se ponía.
En tanto, Fortunata no trataba a Maximiliano desconsideradamente; pero su frialdad sería capaz de helar el fuego mismo. Habría preferido él mil veces que su mujer le tirase los trastos a la cabeza, a que le tratara con aquella cortesía desdeñosa y glacial.
En cuanto el cura se echaba a la calle, salía doña Lupe de su escondite para ofrecer a Maximiliano un poco de aquella sabrosa fruta, y entraba en su cuarto con el platito y la cucharilla. Agradecía mucho estas finezas el chico, y se comía la golosina.
Me voy, te dejo, porque si estoy aquí, te pego, no tengo más remedio que romperte encima el palo de una escoba, y la verdad, si eres poco hombre para ese amor tan sublime, aún lo eres menos para recibir una paliza». Maximiliano la sujetó por el vestido y la obligó a sentarse otra vez. «Óigame usted... tía.
Tres días después de esto, al entrar en la botica, notó que Ballester y Quevedo hablaban, y que al verle llegar a él, se callaron súbitamente. Como había adquirido facilidad para la apreciación de los hechos, aquel se le reveló claramente. Segismundo y el comadrón trataban de algo que no querían oyese Maximiliano.
Maximiliano conocía muy poco a su tía materna. La había visto sólo dos o tres veces siendo muy niño, y no vivía en su imaginación sino por las rosquillas y el arrope que mandaba de regalo todos los años en vida de D. Nicolás Rubín. La noticia del fallecimiento de esta buena señora le afectó poco. «Todo sea por Dios» murmuró por decir algo.
Maximiliano, con estas cosas, se sentía cada vez más fuerte. Había tomado acuerdos en consejo de familia, luego era hombre. Si tenía la personalidad legal, ¿cómo no tener la otra? Figurábase que algo crecía y se vigorizaba dentro de él, y hasta llegó a imaginar que si le pusieran en una báscula había de pesar más que antes de aquellas determinaciones.
Hubiera él lanzado al aire el mayor soplo posible de sus pulmones para hacer andar la máquina. Era una tontería; pero no lo podía remediar. El estar parado el motor parecíale señal de desventura. Pero lo que más tormento daba a Maximiliano era la distinta impresión que sacaba todos los jueves de la visita que a su futura hacía.
Palabra del Dia
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