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La aparición del primer número, que traía la consabida viñeta representando un adolescente peinado con la raya por el medio, y rodeado de una porción de latas de conservas a modo de libros, en actitud de leer, más bien de merendar, una de ellas, causó viva sensación en la villa. Lo merecía.

El pariente de estotra no trabajaba, porque se había caído de un andamio y hacía tres meses que estaba en el catre con un tolondrón en el pecho y muchos dolores, echando sangre por la boca. Tantas y tantas lástimas oprimían el corazón de Jacinta, llevando a su mente ideas muy latas sobre la extensión de la miseria humana.

Allí se ven paredes hechas con la muestra de una tienda o el encerado negro de una clase de Matemáticas; techos de latas claveteadas; puertas que fueron portezuelas de ómnibus, y vidrieras sin vidrios de antiquísimos balcones. Todo es allí vejez, polilla; todo está a punto de desquiciarse y caer. Es una ciudad movediza compuesta de ruinas.

Sonó junto a una ventana del comedor un rugido de fiera rabiosa, un baladro amplificado por el tubo de una bocina. A continuación, el tableteo de varios rayos imitados con choques de latas y las sinuosidades de un trueno repiqueteado sobre el parche del bombo. Todos los ojos se volvieron hacia la entrada del comedor. Alguien iba a llegar.

En comparación de los puestos de frutas y legumbres, ¿qué son las carnicerías, las pescaderías, las tiendas de caza y los rimeros de latas llenas de conservas? ¡Cementerios, campos de batalla, losas de hospital; algo que representa la muerte en lugar de la vida! ¡Ah! ¿Por qué no se contenta el hombre con ser herbívoro?

Los ruidos de la calle inmediata iban cesando poco a poco; percibíase más claro el lejano campaneo de alguna iglesia, que anunciaba la Misa del Gallo; los chicos de las latas de petróleo seguían pasando de rato en rato por la calle Imperial, y de los otros pisos de la casa subían, a intervalos desiguales, cantares, villancicos, carcajadas, gritos y algún maullido de gato que estaba toda la noche oliendo besugo sin comerlo.

¡Ah! dijo Quevedo mirando , ¡ah corazón mío! ¡guarda, guarda y no latas tan fuerte, que te pueden oír! ¿Qué veis, que murmuráis, don Francisco? Veo á la condesa de Lemos que vela... y que llora. ¡Ah! ¿y no se os abre el corazón? Abriera yo mejor esta puerta. No quedará por eso si queréis; pero luego: seguidme y veréis más. ¿Y qué más veré?

También Manuel, el ayuda de cámara, tenía quejas no menos serias del vizconde extranjero. Solía éste darle unas «latas» formidables, en las cuales barajaba duelos, raptos, batallas, letanías, torneos y mil demonios. Y hasta recordaba unas señoritas con nombres estrafalarios... algo como de Montmorency y de Rohan... de quienes decía haberse enamoriscado en su juventud.

Se citaron para el anochecer del día siguiente en el «Ventorro de las Latas», y al caer la tarde reuniéronse en la glorieta de los Cuatro Caminos el señor Manolo y Maltrana.

La muchacha habló débilmente de la necesidad de volver a casa en seguida, pero Isidro protestó. Su padre no iba a inquietarse por tan poca cosa; la creería, como otras veces, en casa de su compañera de Bellasvistas. Tal vez a aquellas horas estaría ya en el «Ventorro de las Latas», preparando su marcha a El Pardo. Unos faroles de papel iluminaban el merendero con difuso resplandor.