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Pero estas rebeliones eran momentáneas; volvía á él la sumisión resignada del labriego, el respeto tradicional y supersticioso para la propiedad. Había que trabajar y ser honrado.

D. Pedro no salía jamás a la calle sin ir acompañado de un su criado o mayordomo, hombre zafio, que vestía el traje del labriego del país, esto es, calzón corto con medias de lana, chaqueta de bayeta verde y ancho sombrero calañés.

La vieja servidora insistió en su desprecio al labriego cultivador de Son Febrer, predio que constituía la última fortuna de la casa. Todo lo debía el rústico a la benevolencia de la familia, y ahora, en los momentos difíciles, olvidaba a sus buenos señores. Jaime siguió mascando, con el pensamiento puesto en Son Febrer. Tampoco aquello era suyo, no obstante figurar él como dueño.

Todo español era soldado. Las continuas algaradas, cabalgadas y rebatos en los límites de los reinos musulmanes y cristianos obligaban al labriego a arar la tierra con las armas prontas. Una operación agrícola costaba muchas veces una batalla. El árabe le enseñó a cabalgar en corceles indómitos; la tradición del país, que databa de los auxiliares de Aníbal, hacía de él un peón infatigable.

Caía en la trampa el infeliz labriego impulsado por la necesidad y se llevaba el caballo después de firmar con toda clase de garantías y responsabilidades el préstamo de una cantidad que no había visto, pues el don Jaime, representante de un ser oculto que facilitaba el dinero, la entregaba al mismo don Jaime, representante del dueño del caballo.

Más que un señor de aldea con resabios de labriego, me pareció entonces aquel singular campurriano un personaje de corte, un ministro, o cosa así, que se disponía a dar audiencia. Tan bien le sentaba la levita, y tan aseñorados eran sus modales.

El labriego, el artesano, el pequeño propietario, que pierden sus cosechas o las perciben escasas tras largas penalidades; que viven en casas pobres y visten astrosamente, sienten sus espíritus doloridos y se entregan por instinto, por herencia a estos consuelos de la resignación, de los rezos, de los sollozos, de las novenas, que durante todo el mes, durante todo el año se suceden en las iglesias sombrías, mientras las campanas plañen abrumadoras.

La gualdrapa que viste cada uno de esos miembros de la aristocracia de los brutos, vale mas que todo el vestido que un labriego español puede consumir en un año.

Los padres son los grandes actores, los eminentes trágicos, cuando llega la hora solemne de verter lágrimas por sus hijos. Excuso decir á mis lectores que la labriega era la madre, y el labriego el padre del muchacho. A este tocó la suerte de soldado, habia ingresado en caja, se quedaba en Paris, y aquel abrazo, dulce y desgarrador al mismo tiempo, era la despedida.

¡Ah! lo contrario sería un deshonor para el más pobre labriego. ¡Su mujer no es una negra!