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Actualizado: 12 de mayo de 2025


Juanillo puso sus palos a la fiera y quedó junto a un tablado, gozándose en recibir la ovación popular en forma de tremendos manotazos y ofrecimientos de tragos de vino. Una exclamación de horror le sacó de esta embriaguez de gloria. Chiripa no estaba ya en el suelo de la plaza. Sólo quedaban en él las banderillas rodando por el polvo, una zapatilla y la gorra.

Rodeado de esta alta fama culinaria, mal que bien, Juanillo escribió su «Canto del Cisne». Volviose con él a la capital y se lo leyó con su quejumbrosa voz a del Laurel y su inseparable Aristarco López... Mejor, mejor, va mejor, muchacho afirmó del Laurel. Pero todavía ni sueñes en publicarlo. No está escrito, no.

El laúd, panzudo y pesado, caía tras cada ola con un solemne ¡chap! que hacía saltar las gotas hasta la cara de Juanillo: dos hojas de espuma fosforescentes resbalaban por ambos lados de la gruesa proa, y la hinchada vela, con el vértice perdido en la oscuridad, parecía arañar la bóveda del cielo. ¿Qué rey ni qué almirante estaba mejor que el serviola del San Rafael?... ¡Brrru!

¿Dice usted que no se comen los cisnes, don José? preguntó triunfalmente. ¡Pues que se comen, y muy ricos que son! ¿Para qué los hubiera matado sino para comerlos? En la estupefacción general, observó la voz agria de la mayordoma: Usted dirá los pichones de ganso; pero los cisnes, los cisnes... ¡No digo los pichones de ganso, digo los cisnes, señora! afirmó Juanillo dignamente.

Y para certificar su identidad se quitaba la gorra, echando atrás la coleta: un mechón de a cuarta que llevaba tendido en lo alto de la cabeza. Su compañero de miseria era Chiripa, muchacho de su misma edad, pequeño de cuerpo y de ojos maliciosos, sin padre ni madre, que vagaba por Sevilla desde que tenía uso de razón y ejercía sobre Juanillo el dominio de la experiencia.

Y luego añadió, dirigiéndose a sus colegas: Pero ¡qué magnífico animal este Juanillo! Otro, a estas horas, no nos daría ningún trabajo. Le reconoció con gran atención. Una cogida de cuidado; pero ¡había visto tantas!... En los casos de enfermedades que llamaba «corrientes», vacilaba indeciso, no atreviéndose a sostener una opinión.

«Cuarto, un cementerio gótico abandonado hasta por las ánimas en pena; un campo de asfodelos, y también de iris blancos y lises rojos que crecen en idílica Harmonía. Apuntadas estas preciosas indicaciones, Juanillo se quedó mirando a Aristarco, como preguntándole el modo de usarlas. ¿Haría una simple ensalada rusa con los «ingredientes»?...

Escuchó sin pestañear la lectura que con monótona y quejumbrosa voz le endilgara su amigo Simplón. Y, después de oírla, meneó doctoralmente la cabeza a uno y otro lado, diciendo: Como ensayo, no está mal tu cuento-poema, Juanillo. Carece de lugares comunes, y esto demuestra tu buen gusto. Pero tu prosa no está del todo escrita, y sólo queda lo que está escrito.

Cuando «la Embajadora» llegó a vivir en Sevilla, toda la juventud había formado una corte en torno de ella. Figúrate, Juanillo.

Y cuando Juanillo se despedía, dando las gracias a sus amigos y consejeros, todavía Aristarco le agregó algunas indicaciones más: Si quieres estar siempre despampanante, nunca llames a las cosas por sus nombres... En las metáforas y paralelos, compara siempre lo claro, material y conocido, como una tormenta, con lo obscuro, espiritual y desconocido, como el estado de alma de un poeta después de haber degollado a su anciana madre...

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