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Actualizado: 17 de junio de 2025
Con sus ojos audaces de loba hambrienta invitaba a Luna a entrar. Le gustaba el porte «aseñorado», como ella decía, de aquel hombre, la soltura que le daba su antiguo trato con el mundo.
¡Mariita! ¡Mariita! dijo Nieto, dirigiendo una reprensión cariñosa a cierta joven a quien había sorprendido fumando. Don Celipe, es que me duelen las muelas. Pues cuidado con ellas, porque pueden salirte caras. Habíamos recorrido casi todas las naves, y mi Paca no aparecía. Nieto me invitaba ya a que pasáramos al taller de cigarros puros.
Vivía en un hotel antiguo, cerca del bulevar de los Italianos, por haberlo admirado en otros tiempos como un lugar de paradisíacas delicias, cuando era estudiante de escasos recursos y estaba de paso en París; pero las más de sus comidas las hacía con Torrebianca y su mujer. Unas veces eran éstos los que le invitaban á su mesa; otras los invitaba él á los restoranes más célebres.
Debía volver a acostarse... Hubo una larga pausa, como si el enemigo, al escuchar los crujimientos del jergón, esperase que el habitante de la torre fuera a salir de un momento a otro. Pero transcurrió algún tiempo, y la voz ronca e injuriosa volvió a sonar en la calma de la noche. Le llamaba cobarde otra vez; invitaba a salir al mallorquín. «Sal, hijo de...»
Otro día descubrió la condesa, que jugaba peor que ella al tresillo, y que era un compañero a quien de vez en cuando se le podía dar codillo: desde entonces le miró con simpatía y le invitaba con frecuencia a hacer el cuarto.
No era, no, aquella hermosa noche en que se había quedado también de bruces después de hablar con su tío. Entonces, la belleza esplendorosa del cielo, tachonado de estrellas, el limpio cristal de las aguas, donde cabrilleaba la luz de la luna, la blanda brisa juguetona, le hablaron un lenguaje de muerte, sí, pero dulce, recogido, íntimo. Era una voz amiga que le invitaba a reposar.
Lo peor del caso es que aun después de hallarse la familia con el agua al pescuezo, todavía la tarasca aquella tan fashionable encargaba vestidos á París, invitaba a sus amigas para un five o'clock tea, ó imaginaba cualquier otra majadería por el estilo.
Se había caído de una escalera, golpeándose en los filos de los peldaños, que son de bronce... También yo me sentí atraído por las puertas y empecé a golpear la de mi vecino, el hombre misterioso, el personaje de Hoffmann. Necesitaba hablar con él: le invitaba a levantarse, para que bebiésemos una copa juntos y presentarle a mis amigos. «Sal, no tengas miedo: te conozco.
Hacia la una o las dos de la madrugada solían llegar algunos hombres y mujeres que el doctor conocía; en Babilonia había tenido ocasión de conocer a casi toda la ciudad. La alegre comparsa ocupaba en seguida un gabinete particular e invitaba al doctor Chevirev. Se le acogía siempre con gritos alegres y bromas; algunos, que se consideraban sus amigos, le abrazaban.
Sentía una temblorosa timidez siempre que el rector le invitaba á alguna de sus tertulias, donde había hombres jóvenes en edad de casamiento, ansiosos de que alguien los sacase á bailar ó que entonaban romanzas sentimentales acompañándose con el arpa. Además, en su afecto sincero por el recién llegado había algo de egoísmo.
Palabra del Dia
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