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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Y en medio de la situación difícil en que se encontraba, gozaba un placer infinito, una alegría inmensa, inefable, como nunca había experimentado. Al fin era madre y tenía delante á su hijo. Y su hijo era hermoso. En su ancha y noble frente se reflejaba la grandeza de su raza: en sus ojos brillaban la generosidad, el valor, cien nobles pasiones.
Es decir que el calavera, como todo el que ha de ser algo en el mundo, comienza a descubrir desde su más tierna edad el germen que encierra. El número de sus hazañas era infinito.
Si Dios existe, el mundo puede existir; esto es, con la existencia de Dios hay lo suficiente para la posibilidad de la existencia del mundo: esta proposicion es verdadera: porque en el ser infinito se funda la posibilidad de los seres finitos, y en él se halla el poder suficiente para darles la existencia, si así lo quiere con su voluntad libre.
Esos señores sostienen que el espacio es un ser real absoluto; pero esto conduce á grandes dificultades; porque parece que este ser será eterno é infinito, y por esto han creido algunos que era el mismo Dios, ó bien su atributo, su inmensidad; pero como el espacio tiene partes, no puede convenir á Dios.
Imaginemos el mundo como un inmenso vaso en que están contenidos todos los cuerpos: vaciémosle de repente; hé aquí una cavidad con espacio igual al universo. Figurémonos, que mas allá de los límites del mundo, hay capacidad para otros cuerpos, hé aquí el espacio sin fin ó imaginario. El espacio se nos presenta á primera vista, si nó como infinito, al menos como indefinido.
El Dios de Gabriel, al perder la forma corporal que le habían dado las religiones y difundirse en la creación, perdía todos sus atributos. Al agigantarse para llenar el infinito, confundiéndose con él, se hacía tan sutil, tan impalpable para el pensamiento, que casi era un fantasma. El panteísmo, como decía Schopenhauer, equivale a licenciar a Dios por inútil.
Las ideas de ente, de substancia, de necesidad divagan por mi entendimiento; pero todo en la mayor confusion: lo infinito no es para mí un foco de luz, es un abismo tenebroso; ignoro si estoy sumergido en una realidad infinita, ó si me pierdo en los espacios imaginarios de un concepto vacío. Resumiendo la doctrina de los capítulos anteriores, diremos lo siguiente.
¡Cuán infinito desahogo no era el suyo, lejos del empolvado camino, de las esparramadas cabañas, de las amarillas zanjas, del clamoreo de locomotoras impacientes, del abigarrado lujo de los aparadores, del color chillón de la pintura y de los vidrios de colores y del ligero barniz a que el barbarismo se adapta en tales localidades!
Ese tiempo infinito al través del cual existe la materia revistiendo formas infinitas; ese espacio infinito también que llenáis, esferas luminosas, no existen más que en mi representación; son las formas que yo llevo aparejadas en mi cerebro para que seáis, o lo que es igual, para que estéis representadas en mí...
Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande; el recinto estaba casi en tinieblas; tinieblas como reflejadas y multiplicadas por los paños negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo, brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba la luz con tonos de tristeza. El Obispo hablaba con una voz de trueno lejano, sumido en la sombra del púlpito; sólo se veía de él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano que se extendía sobre el auditorio. Describía el crujir de los huesos del pecho del Señor al relajar los verdugos las piernas del mártir, para que llegaran los pies al madero en que iban a clavarlos. Jesús se encogía, todo el cuerpo tendía a encaramarse, pero los verdugos forcejeaban; ellos vencerían. «¡Dios mío! ¡Dios mío!», exclamaba el Justo, mientras su cuerpo dislocado se rompía dentro con chasquidos sordos. Los verdugos se irritaban contra la propia torpeza; no acababan de clavar los pies.... Sudaban jadeantes y maldicientes; su aliento manchaba el rostro de Jesús.... «¡Y era un Dios! ¡el Dios único, el Dios de ellos, el nuestro, el de todos! ¡Era Dios!...» gritaba Fortunato horrorizado, con las manos crispadas, retrocediendo hasta tropezar con la piedra fría del pilar; temblando ante una visión, como si aquel aliento de los sayones hubiese tocado su frente, y la cruz y Cristo estuvieran allí, suspendidos en la sombra sobre el auditorio, en medio de la nave. La inmensa tristeza, el horror infinito de la ingratitud del hombre matando a Dios, absurdo de maldad, los sintió Fortunato en aquel momento con desconsuelo inefable, como si un universo de dolor pesara sobre su corazón. Y su ademán, su voz, su palabra supieron decir lo indecible, aquella pena.
Palabra del Dia
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