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Actualizado: 20 de mayo de 2025
Los médicos de Madrid pedían a Felipe IV que se dejara la basura en las calles, «porque siendo muy sutil el aire de la ciudad, ocasionaría grandes estragos si no se impregnaba del vaho de las inmundicias». Y un siglo después, un teólogo famoso de Sevilla retaba en un acto público a que discutiesen con él esta tesis: «Más queremos errar con San Clemente, San Basilio y San Agustín, que acertar con Descartes y Newton.»
Asomábanse al balcón; de repente, una, por hacer algo, corría a la sala, y todas la seguían con alegre taconeo, riendo, formando parejas, hasta que al poco rato iniciábase la fuga en sentido opuesto, y el gracioso trotecillo las devolvía otra vez al espectáculo de la plaza. Un olor punzante de aceite frito impregnaba el ambiente.
La luz tranquila, que caía como una caricia sobre cuanto iluminaba, parecía hacer visibles a los ojos del espíritu el silencio y la soledad de aquella estancia, y ese excitante aroma desprendido de cuanto usa la mujer hermosa y limpia impregnaba la atmósfera de efluvios como formados con emanaciones de flores extrañas y aliento de bellezas soñadas.
Entraron en la Comisaría por entre varios grupos de mujeres andrajosas con niños al pecho y hombres de mísero aspecto, todos mostrando repugnantes enfermedades: cegueras purulentas, costras roedoras, abcesos que desfiguraban sus miembros, retorciéndolos. Esperaban su turno para la consulta gratuita. Un fuerte olor de antisépticos impregnaba el ambiente.
Caminaba yo rápidamente penetrado y como estimulado por aquel baño de luz, por aquellos aromas de vegetación naciente, por aquella vivaz corriente de pubertad primaveral que impregnaba la atmósfera. Lo que yo experimentaba era a la vez muy dulce y muy ardiente. Me sentía emocionado hasta las lágrimas, pero sin languidez ni empalagosa ternura.
Ardían en el tocador de la estancia dos velas puestas en candeleros no menos empinados y majestuosos que los candelabros del refresco; y como no la iluminaba otra luz, ni se había soñado siquiera en el clásico globo de porcelana que es de rigor en todo voluptuoso camarín de novela, impregnaba la alcoba más misterio religioso que nupcial, completando su analogía con una capilla u oratorio la forma del tálamo, cuyas cortinas de damasco rojo franjeadas de oro se parecían exactamente a colgaduras de iglesia, y cuyas sábanas blanquísimas, tersas y almidonadas, con randas y encajes, tenían la casta lisura de los manteles de altar.
Al ruido de sus pasos, fieros mastines asomaban la enorme cabeza por las bardas con sordos ladridos. Un hedor de boñiga húmeda impregnaba el aire. Por las puertas entreabiertas veíanse hociqueando en montones de zapatos viejos y pilas de harapos los cerdos corraleros, que eran vendidos a los tratantes de las afueras después que engordaban con la inmundicia de la población.
Palabra del Dia
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