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En este mar de tinieblas, más allá de las columnas de Hércules, habían colocado Homero y Hesiodo el Eliseo, morada de los bienaventurados, las Gorgonas, tierra de eterna primavera, y las Hespérides, con sus manzanas de oro, guardadas por un dragón de fuego.

Preguntéle para qué se hacia aquello, y respondióme, que asi como de los dientes de la serpiente de Cadmo havian nacido hombres armados, y de cada cabeza cortada de la Hidra que mató Hercules, habian renacido otras siete, y de las gotas de la sangre de la cabeza de Medusa se havia llenado de serpientes toda la Libia; de la mesma manera de la sangre podrida de los malos poetas que en aquel sitio havian sido muertos, comenzaban á nacer del tamaño de ratones otros poetillas rateros, que llevaban camino de henchir toda la tierra de aquella mala simiente, y que por esto se araba aquel lugar, y se sembraba de sal, como si fuera casa de traidores.

Ella se la dio luego, y el gobernador se la volvió al hombre, y dijo a la esforzada y no forzada: -Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrárades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza.

Levantadas las columnas sobre pedestales, se pusieron, como remate de ellas, dos estatuas, una de Hércules y otra de Julio César, las cuales dieron nombre al paseo, que el vulgo llamó desde poco después, Alameda de Hércules.

Adherbal pensaba volver pronto a Tiro; pero antes debía tomar en Málaga cobre, vino, azogue y oro en polvo de las arenas de nuestros ríos, dejando allí en cambio parte de su cargamento. Paseando un día por el muelle vio Adherbal a Echeloría, y al verla juró por Melcart y por Astoret, como si dijéramos por Hércules y por Venus, que jamás había visto criatura más linda y salada.

¡Ay, aquel muchacho! ¡Hijo de unos padres tan honrados!... Casi todos los días, en vez de entrar en la tienda del maestro, se iba al Matadero con ciertos pillos que tenían su punto de reunión en un banco de la Alameda de Hércules, y para regocijo de pastores y matarifes, osaban echar un capote a los bueyes, siendo volteados y pateados las más de las veces.

ESCIPIÓN. Entonces... entonces, ¡podéis largaros! CLEOPATRA. ¿Cómo? ESCIPIÓN. , podéis largaros todas. Id a buscar a vuestros maridos. Estamos hasta la coronilla. ¡Por la cabeza de Hércules! Si hemos fundado a Roma, no ha sido para volvernos después locos con vuestra estúpida argumentación. CLEOPATRA. ¿Estúpida? ESCIPIÓN. ¡Idiota, si os parece poco! ESCIPIÓN. ¡Oh, Júpiter! ¡Está llorando!

Entre las obras, que enriquecieron á la literatura española de esta época, cuéntanse las traducciones de Virgilio y del Dante, y una titulada Los trabajos de Hércules, de la cual no se sabe con certeza si estaba escrita en verso, ó si era sólo un drama mitológico en prosa.

Su cabeza, echada atrás con arrogancia, y destocada, lucía copiosa y rubia cabellera, que flotaba en rizos graciosos a merced de la brisa; sus piernas y sus brazos desnudos, contraída entonces la musculatura por la energía de la actitud, daban envidia a los de Hércules mancebo. Todo en Mutileder era beldad, elegancia, brío y donosura.

Aquella altiva y grave joven no era de las que dicen ligeramente los secretos de su corazón. En aquel momento miraba fijamente á Tragomer, que con su busto de gigante y sus brazos de Hércules, temblaba de emoción. Quería, precisamente, hablar con usted, señor de Tragomer, dijo María con acento firme. Hace seis meses, cuando usted partió, me tendió la mano y yo le di la mía.