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Actualizado: 7 de julio de 2025
Paz, impresionada con la novedad de aquel Madrid que le era desconocido, miraba en derredor, asombrada, sintiendo vergüenza, pareciéndole indignos de ella el sitio y la ocasión. Notando que su traje, a pesar de lo sencillo, excitaba la curiosidad, se quitó los guantes y, disimuladamente, se colocó el velo como las mujeres que pasaban a su lado.
Después compró guantes. ¿Cómo iba a salir sin guantes, cuando todo el mundo los llevaba? Sólo los pordioseros privaban a sus manos del honor de la cabritilla. Isidora hizo propósito de usarlos constantemente, con lo cual, y con la abstinencia de todo trabajo duro, se le afinarían las manos hasta rivalizar con la misma seda.
El intendente apareció en la pieza y balbuceó algunas palabras corteses. Aunque fuere día de trabajo, vestía sus mejores ropas, y para ponerse sin duda a la altura de la situación, habíase puesto guantes blancos.
Jacobo bajó en silencio la cabeza, pálido de ira, y se puso a estirar sus guantes sobre la mesa; comprendió que ese tergiversado criterio moral, que disfraza con pomposos nombres ruines defectos y vicios enormes, se lo rechazaban allí por falso; que la política romana llamaba al pan pan y al vino vino, al vicio vicio, a la infamia infamia, y a las pequeñeces monstruosidades, y convencióse, por ende, de que había errado el camino, tratando de justificar el pasado.
Pero algo más importante que la entrega de un par de guantes bordados, obligó á Ester entonces á solicitar una entrevista con un personaje de tanto poder y tan activo en los negocios de la colonia.
Muy señor mío añadía don Simón, quitándose los guantes, abriendo las solapas y dando un cigarro al campesino, para lucir tres cosas de un golpe: su rumbo, su cadena y sus diamantes.
Es S.^r q. yo veo q. nunca trae V. Ex.^a guantes de ambar, sino de los delgadillos de cabrito.
De pronto callóse, como advirtiese que la señora de Aymaret ocultaba su rostro entre las manos y que las lágrimas escapaban de sus ojos, humedeciendo sus guantes. Hubo dos o tres minutos de silencio; en seguida el marqués, pálido como un cadáver, le dijo en baja, aunque firme voz: ¿Por qué llora usted? La vizcondesa no le respondió sino con una explosión de sollozos.
Examinaba el menor detalle de su persona, alabando la delicadeza de sus gustos. Era una pobre costurera y llevaba siempre guantes. Aseguraba que no podía prescindir de ellos, así como de otras costumbres superiores a su clase, adquiridas cuando niña en casa de su madrina.
Sin embargo, por respeto á la casa, me he obligado á ganar su afecto, y he llegado á conseguirlo prestando oído complaciente, unas veces á sus miserables lamentaciones sobre su condición presente, otras á las descripciones enfáticas de su fortuna pasada, de su plata labrada, de sus muebles, de sus encajes y de sus guantes.
Palabra del Dia
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