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Bien conocía yo la causa del milagro. Como conocía la de que Facia, al revés de todos los demás, anduviera tan alicaída y tétrica las pocas veces que se dejó ver en la cocina.

La verdad es que yo, si no lo había echado enteramente en olvido, después de pensarlo mejor y de enlazarlo con los recientes sucesos que tan radicalmente habían transformado el modo de ser de aquella casa, vivía muy descuidado de ello, y hasta me causaba cierto ruborcillo recordar la importancia que había llegado a concederlo, sugestionado quizá por los espasmos histéricos de la pobre Facia.

Después, mis visitas al pueblo, el caso de Facia relatado por Chisco, la adquisición de la amistad del médico y lo que con todo ello se fue enlazando naturalmente, dieron nuevo empuje a esta buena tendencia mía y me infundieron mayor apego a las cosas y vicisitudes de aquellas sencillas gentes.

Yo estaba enfrente de Neluco, arrimado a la cama también; y a la puerta de la alcoba, con los brazos cruzados y en pie, como dos estatuas de la melancolía y de la curiosidad, Facia y su hija esperando órdenes. Las primeras fueron de mi tío para pedir «otra almohada», y eso que pasaban de tres las que le servían de apoyo para sus espaldas y cabeza.

No insisto repuso el médico , porque no quiero que me tenga usted por imprudente; pero le aseguro que, sin ese temor, más de dos veces le hubiera preguntado, en estos últimos días, por los motivos de un desaliento que no ha podido usted disimular. Despertaba esta declaración de Neluco la idea, no dormida enteramente en , de confesarme con él, como Facia se había confesado conmigo.

Para despachar bien y pronto lo que proyectaban, era indispensable que se volvieran a la cocina los tertulianos que, dispersos por aquí o en rebaños por allá, todo lo obstruían... y apestaban, y no había manera de revolverse entre ellos. Hízose así al punto por mi mandato, y empezaron las dos mujeres a saquear alacenas, armarios y cajones. Facia guiaba, y yo seguía como un autómata a las tres.

No importa respondió impaciente y andando, llevándose por delante a Chisco que parecía insensible a cuanto le rodeaba. Cerró Facia el portón, y subimos todos.

Interesóme de veras el caso, porque vistos los antecedentes del «caballero» aquél y de sus fidalgos camaradas, no era para tomarlo a risa; y después de meditar un poco mientras Facia gemía y se retorcía las manos cadavéricas, la dije: ¿De manera que eso ha de suceder esta misma noche? Así fue la amenaza respondióme, casi sin voz para ello.

Al cabo de un buen rato me pidió Mari Pepa muchas cosas que, a su juicio, iban a ser necesarias allí muy pronto. Yo, delegando en ella y en su hija cuantas atribuciones tenía en la casa, las entregué las pocas llaves que guardaba, y mandé a Facia que se pusiera a sus órdenes con las restantes.

¿Quién? pregunté a Facia, más con la intención de distraerla del paroxismo en que había vuelto a caer, que por la curiosidad de una respuesta que casi adivinaba yo.