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Actualizado: 11 de octubre de 2025


Muy poco tiempo después de llegar el padre Gil a Peñascosa y desempeñar el cargo de excusador, empecé a confesarme con él. Le encontré prudente, advertido y extraordinariamente piadoso. El respeto que yo tenía a su talento y la admiración a sus virtudes eran tan grandes que algunos maliciosos de la población pudieron muy bien figurarse que existía una inclinación en hacia su persona.

Era extraordinariamente delgado y bajo de cuerpo; tenía la nariz aguileña, el cabello entrecano y el rostro tan lleno de arrugas, que a primera vista aparecía estar sonriendo continuamente. Al verlo entrar en el estudio, su tío ni se inmutó ni se puso de pie: sólo dijo secamente, dirigiendo involuntaria mirada al retrato de César Borgia que pendía en uno de los muros.

Un negro horrible, que despedía un fuerte olor a amoníaco, se había presentado de pronto, saliendo de detrás de una escollera que se prolongaba hacia la orilla septentrional de la bahía. Era de poco más que mediana estatura; pero tan extraordinariamente enjuto, que se le podían contar las costillas.

Claro que no, Julio. Y Laura, excitada, embellecía extraordinariamente. Sus ojos arrojaban un brillo cada vez más febril. ¡Laura! llamó Zoraida desde arriba. ¿Qué quieres, Zoraida? preguntó ella con tono de júbilo. ¿Con quién estás? Con Julio. Ya iremos. Luego, subiendo la escalera, su rostro recobró la calma, y dijo a Julio en voz baja: Ya ve usted que no hay motivos para sufrir, ni usted ni yo.

Al fin no pudo substraerse a la continua preocupación que le producía aquel intercambio de manifestaciones cada vez más llenas de halago y de dulzura, aquella penumbra sentimental que le envolvía, le acariciaba y le acompañaba a todas partes, despertando en su ser un verdadero deseo de adoración para aquella muchacha extraordinariamente linda, cuyo amor en ciertos momentos le parecía un raro sueño.

Había descuidado su fortuna por dedicarse a sus galanteos, y después de una larga carrera, el pobre anciano no tenía otros bienes que su buen humor, sus cavatinas, su vestido negro y aquella prodigiosa peluca que me divertía extraordinariamente. »Cierto día entró en su habitación, contra su costumbre, sin cantar. Yo le miré con inquietud. »¿Está usted malo, Gerardo? le dije.

En primer lugar, caballero, yo no os conozco; en segundo lugar, no comprendo cómo acompañáis á mi parienta doña Catalina. Sentémonos dijo Quevedo con gran calma. Doña Catalina se sentó más turbada que nunca, y la abadesa extraordinariamente admirada, dominada por la sangre fría y la audacia de Quevedo.

Guzmán llega mientras tanto á los reales de Almanzor, que se regocija extraordinariamente de tener á su servicio al caballero cristiano más valeroso y á su más formidable enemigo, y, aceptando la condición que se le impone, abandona el territorio español.

Halló una tregua a las congojosas batallas de su alma en la madre soledad, que tanto había contribuido a la formación de su carácter, y en la contemplación de las hermosuras de la Naturaleza, que siempre le facilitaba extraordinariamente la comunicación de su pensamiento con la divinidad.

Ella parecía extraordinariamente aburrida. ¿Estáis cansada, María? dijo aquel con la suavidad que sólo el amor puede dar a la voz humana. Estoy descansando respondió. ¿Queréis que me vaya? Si os acomoda... Al contrario, me disgustaría mucho. Pues entonces, quedaos.

Palabra del Dia

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