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Actualizado: 20 de septiembre de 2025


En los dias séptimo y octavo del viage se sube el Piray, con muchísimo trabajo si la estacion es de seca: el álveo de este rio, bastante profundo desde luego, se halla de trecho en trecho obstruido por árboles que las corrientes amontonan, ó por espigones permanentes en el fondo del rio, contra los que tropiezan á menudo las canoas; lo que ocasiona no pocos desastres.

Irá usted á ver á su protegido y le pedirá, como un servicio de capital importancia, que, en el caso de que el señor Bobart salga de París, indique á usted la estación por donde ha partido.

Dormía el moro en las casas de Ulpiano, y el día se lo pasaba rezando de firme, y tocando en un guitarrillo de dos cuerdas que de Madrid había traído, todo ello sin moverse de un apartado muladar, que cae debajo de la estación de las Pulgas, por la parte que mira hacia la puente segoviana.

Mas, si en el tiempo de lluvias hay solamente pequeñas lenguas de terreno, que hallándose al abrigo de las inundaciones forman una especie de islas en donde se crian ganados y se labra la tierra, todo cambia de aspecto en la estacion de la seca: los rios se encajonan en sus cauces, prados magníficos sustituyen á los fangosos bañados, y la provincia presenta por todas partes un suelo virgen que se brinda á la agricultura.

Al despertar el sol á este tropel miserable se buscaban unos á otros con paso torpe, entumecidos aún por la noche, reconstituyendo los mismos grupos del día anterior. Muchos avanzaban hacia la estación con la esperanza de un tren que nunca llegaba á formarse, creyendo ser más dichosos en el día que acababa de nacer.

A las seis y diez de la mañana, y aprovechando el primer tren que parte de San Luis, salí con dirección á La Maya. En Dos Caminos, primera estación en que nos detuvimos, subieron al tren algunas familias, que, noticiosas de lo ocurrido en La Maya, se apresuraban á refugiarse en Santiago.

Basta decir que treinta y seis horas después de haber subido al expreso en Pisa, atravesaba la plataforma de la estación Charing Cross, entraba en un hansom y partía para la calle Great Russell. Reginaldo no había vuelto aún de su negocio, pero, sobre mi mesa, entre una cantidad de cartas, encontré un telegrama de Babbo, en italiano, que decía: «Melandrini tiene echado a perder el ojo izquierdo.

No lo tengo; ¡cómo he de hacer, si no lo tengo! pronunció Lucía acongojada, preñándosele de lágrimas los ojos. Tendrá usted que tomarlo en la primera estación, y pagar multa. Y el empleado gruñó más fuerte.

Ella estaría allí en un palco, rodeada de luz, con su tía y sus amigas, tal vez bajo las hambrientas miradas de codicia varonil fijas en las tersas blancuras de su escote. ¡Y él, lejos!, ¡cada vez más lejos!... Al bajar del automóvil encontró desiertos los alrededores de la estación.

Hasta la primavera he jurado estar aquí y ya comienza a aletear sobre este suelo. Mire usted estos rosales; mire esos naranjos... ¡Ay! me da miedo la primavera; ha sido siempre para la estación fatal. Quedó pensativa algunos minutos. Doña Pepa y la italiana se habían metido en la casa. La buena vieja no podía pasar mucho tiempo lejos de la cocina.

Palabra del Dia

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