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Actualizado: 24 de junio de 2025


Muy extraño era, pero estas mismas palabras me las había dicho dos años antes, estando sentado delante del fuego en nuestras habitaciones de la calle Great Russell, al hacerle yo alusión a su maravillosa suerte. Estaba muerto, y una de dos, o había cumplido su amenaza de destruir toda prueba de su secreto, encerrado en la usada bolsilla de gamuza, o le había sido hábilmente robado.

No buscó el lírico americano el apoyo de la oración; no era creyente, o, al menos, su alma estaba alejada del misticismo. A lo cual da por razón James Russell Lowell lo que podría llamarse la matematicidad de su cerebración. «Hasta su misterio es matemático para su propio espíritu». La Ciencia impide al poeta penetrar y tender las alas en la atmósfera de las verdades ideales.

A la noche siguiente, antes de las nueve, mientras Reginaldo y yo estábamos tomando el café y conversando en nuestro confortable comedorcito de la calle Great Russell, Glave, nuestro sirviente llamó a la puerta, entró y me entregó una tarjeta. Salté de mi asiento, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Esto que es gracioso, viejo grité, volviéndome a mi amigo.

Un coche nos llevó directamente de Charing Cross a la calle Great Russell, donde encontré una esquela de Mabel fechada en la mansión de la plaza Grosvenor, pidiéndome fuera allí en el acto que volviéramos de nuestro viaje. Apenas me lavé y arreglé un poco, lo hice, y Carter me condujo, sin ceremonia alguna e inmediatamente, al gran salón blanco y oro que tan familiar me era.

En él se encuentra la siguiente ingeniosa sentencia: «No se trata de curar, sino de rehacer y crearRussell se propone un milagro, pero un milagro hacedero: fabricar carnes, crear tejidos. De suerte que trabaja preferentemente sobre la criatura, que, aunque comprometida desde el vientre de su madre, todavía puede ser rehecha. Era el momento en que Bakewell acababa de inventar la carne.

Las bestias que hasta entonces puede decirse sólo sirvieran para producir leche, iban á dar en lo sucesivo más generoso alimento. El insípido régimen lácteo, debía ser abandonado por aquellos que se lanzaban en acción cada día más. Por su lado Russell, con gran oportunidad, inventó el mar por medio de su librito, quiero decir, le puso en boga.

Esas recetas populares llegaron á noticia y fueron recogidas por Russell, abriéndole el camino y ayudándole grandemente á contestar á la grave pregunta que le dirigía el Duque de Newcastle. De su respuesta, hizo un libro importante y curioso titulado: Tabe glandulari, seu de usu aquæ marinæ, 1750.

En su libro ingenioso, en que brilla el instinto popular, Russell estaba muy distante de adivinar que dentro de un siglo todas las ciencias se mancomunarían para darle la razón, y que, revelando cada una de ellas alguna nueva faz del asunto, descubriríase en el mar un tratado completo de la terapéutica.

Un gran señor inglés, harto curioso, el Duque de Newcastle, pregunta cierto día al doctor Russell por qué se altera la raza y va degenerando; por qué aquellos lirios y rosas se cubren de escrófulas. Muy raro es que una raza empezada á gastar se rehaga; no obstante, en la raza inglesa obróse este milagro.

Basta decir que treinta y seis horas después de haber subido al expreso en Pisa, atravesaba la plataforma de la estación Charing Cross, entraba en un hansom y partía para la calle Great Russell. Reginaldo no había vuelto aún de su negocio, pero, sobre mi mesa, entre una cantidad de cartas, encontré un telegrama de Babbo, en italiano, que decía: «Melandrini tiene echado a perder el ojo izquierdo.

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