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Puntas de hierro candentes le pinchaban por la espalda, las manos le temblaban como si le pidieran una estrangulación con que calmar sus ansias; un calor insoportable le subía de las piernas al cerebro. Las tinieblas se espesaban, le envolvían en una atmósfera tibia, sofocante, como si se hallase en un subterráneo.

Unas se tapaban el escote aún sudoroso con el cachemir de cien colores; otras se envolvían entre las pieles del skunc, el zorro azul y la marta zibelina; esta contestando a un saludo, aquella buscando una mirada entre los apiñados rostros, todas parecían en aquel momento hermosas y felices, aunque muchas lo pareciesen sin serlo; todas llevaban algo que decir o habían dado algo que envidiar.

Y por si esto no bastaba se envolvían en una fuerte bocanada de humo para hacerles presente que ellos, Pepe y Ramón, pertenecían a un mundo superior, y que si caminaban por la calle del Príncipe era sólo por capricho y momentáneamente.

La partida iba en dos grupos; en el primero marchaba Martín y en el segundo Bautista. Ninguno de la partida tenía mal aspecto ni aire patibulario. La mayoría parecían campesinos del país; casi todos llevaban traje negro, boina azul pequeña y algunos, en vez de botas, calzaban abarcas con pieles de carnero, que les envolvían las piernas.

Pero ella no quiso reconocer que se había engañado, o lo reconocía únicamente en su interior, y, pensando que los engaños se pagan, que hay que sufrir las consecuencias del error, aceptó el martirio. ¿Podría usted precisar en qué consistió ese mal trato? ¿Quién podría referirlo punto por punto? Todos sus actos, todas sus palabras envolvían una ofensa, un agravio.

Fuera, los postes del telégrafo parecían una fila de espectros; los árboles sacudían su desmelenada cabeza, agitando ramas semejantes a brazos tendidos con desesperación pidiendo socorro; una casa surgía blanquecina, de tiempo en tiempo, aislada en el paisaje como monstruosa testa de granítica esfinge; todo confundido, vago, sin contornos, flotante y fugaz, a imitación de los torbellinos de humo de la máquina, que envolvían al tren cual envuelve a la presa el aliento de fuego de colérico dragón.

Pero, semejantes a nubes de incienso, los efluvios de adoración que emanaban del joven, la envolvían en una atmósfera de ternura, y gozaba de una sensación de felicidad ignorada hasta entonces.

Después se oyó el ruido que produjeron al entrar en el lago. El viento había arrojado muy lejos las nieblas que envolvían el lago, y la noche se presentó limpia y serena. En el oscuro manto del cielo principiaron á encenderse, como lejanas luces trémulas, algunas estrellas. El héspero corría á esconderse entre las montañas. La luna asomaba ya su disco resplandeciente por detrás de ellas.

Un torrente de lágrimas salió de mis ojos al pronunciar estas palabras: un torrente de lágrimas dulces, como son siempre las del agradecimiento. Después, más sereno y animoso, senteme en el fatal banquillo, y seguí contemplando la ciudad, que empezaba a romper las brumas que la envolvían para recibir de nuevo las caricias del sol.

Como santa promesa, allá, en la proscripción, brilló animando su corazón de bronce a la pelea. Lo recordaba: desolado, loco, la vió llorar, se estremeció a sus quejas, y sintióse morir con sus angustias, y sintióse ahogarse con sus penas... Nadie estaba en redor; ¡nadie...! tan sólo unas sombras muy lúgubres, muy densas, unas sombras que todo lo envolvían, porque la podre horrible no se viera.