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Así pago, así paga un cafre de allende el Pirineo, el insulto cobarde de un novelista mal educado y aturdido. Almorzamos bastante bien en el establecimiento de caldo de la calle de Montesquieu, y á las seis y media de la tarde entrábamos en el restaurant de San Jacobo, calle del Rívoli, en donde ya nos esperaban el viejo Lesperut y su hijo Hipólito, teniéndonos reservados dos asientos en su mesa.

Poco después entrábamos bajo la sombra azulada de los grandes árboles y muchas veces estaba ya cerrada la noche cuando echábamos pie a tierra en el patio de Trembles. Por la noche nos reuníamos nuevamente en un gran salón provisto de antiguos muebles; un ancho reloj señalaba la hora, y tan vibrante era su sonería que alcanzaba a ser oída hasta de las habitaciones altas.

Aquel joven nos dijo, entre otras muchas cosas menos interesantes, que la puerta, ya sin puerta, por donde poco después entrábamos en Salamanca, se llama todavía la Puerta de Zamora, y que la hermosa calle que allí comienza lleva también el nombre de la ciudad de Gonzalo Arias.

De aquí a un instante te convencerás de ello, pues ya llegamos. En efecto, entrábamos a una gran calle de olmos que conducía al castillo. Mi prima nos aguardaba sobre la escalinata. Me recibió en sus brazos con la majestuosidad de una reina que otorga una gracia a un súbdito. ¡Dios mío, qué hermosa sois! le dije, contemplándola con sorpresa.

Nos dirigimos al muelle de Voltaire, y á los pocos minutos entrábamos, cogidos del brazo, por el Puente Nuevo. Aquí presenciamos otra escena, de un interés muy superior. Los héroes de la nueva aventura son un campesino, su mujer y un muchacho como de veinte años, poco más ó menos.

Como entrábamos en lo más espeso del bosque y el sendero era allí estrecho, dejé a Gerardo que se adelantase con Elena y retuve detrás a Luciana. ¿Fue aquella visión de la muerte lo que había rozado nuestras vidas? ¿Fue la dulzura embriagadora de la resplandeciente Naturaleza lo que dio un impulso más fuerte a la avidez de vivir y de ser feliz que yace en nosotros?

Después, cuando nos íbamos a acostar, entrábamos un momento en la habitación del fondo, hecha un revoltijo de cadenas, grandes pesas, depósitos de estaño, calabrotes, y allí, a la luz del candilejo, el torrero escribía en el gran libro del faro, abierto constantemente. Media noche. Buque a la vista por el horizonte. Mar gruesa. Tempestad.

Teníamos el recelo de que si entrábamos en cualquier puerto pudieran conocer el barco, y por primera providencia nos prendiesen; así, que decidimos aterrar en un arenal. Allen iría a la aldea próxima con los cuatro o cinco chelines que nos quedaban para ver si podía agenciarse víveres; yo marcharía por agua, y Ugarte se quedaría pescando. No encontré por los alrededores ni arroyo ni fuente.