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Durante toda esta escena, Currita no había perdido de vista un momento a Jacobo, que escuchaba atentamente sin darse prisa a subir a su cuarto a lavarse y descansar. Al disolverse la reunión, porque la hora de comer se aproximaba, echóle de menos Currita en la terraza; asomóse vivamente a la sala de lectura, salió al patio y no le encontró por ninguna parte.

Entró Barbarita y miró alarmada a su hijo, pero antes de tomar ninguna disposición, echole una buena reprimenda porque no se recataba del crudísimo viento seco del Norte que en aquellos días reinaba. Juan entonces se puso a tiritar, dando diente con diente. El frío que le acometió fue tan intenso que las palabras de queja salían de sus labios como pulverizadas.

Donde suena un lenguaje soez sólo puede haber malas acciones y pensamientos poco delicados. Donde cantan las ranas, ¿qué ha de haber sino charcos y cieno? Cuando Pecado curó de las heridas que le hizo el novillo de Getafe, Isidora se armó de valor, echole un sermón, y le dijo muy clarito que no volvería a tener un cuarto si él mismo no lo ganaba.

Echóle en cara su mala fe, las contradicciones de sus escritos y su desprecio para con la nación francesa; citó textos del mismo Voltaire que decían de la confesión cosas muy distintas de las que ahora repetía, y acabó, con grandísimo escándalo de los sectarios, por negar que fuese Voltaire quien hablaba por boca de la pitonisa. ¡No! exclamó. ¡Voltaire era un gran escritor! ¡Cómo pocos!

Acabose de beber su vino el señor Viváis-mil-años, despidiose de la tía Zarandaja, echole esta afuera, cerró la puerta de la calle y fuese a abrir la del aposentillo en que Cervantes toda la conversación que acababa de pasar había escuchado. Estaba nuestro mozo pálido de cólera, y a duras penas se contenía.

Pidió impaciente la cadena de oro, que su madre echole, con sus propias manos, al cuello. En seguida, señalando un contador de taracea, díjole que le alcanzara la daga con piedras preciosas que encontraría en la naveta del centro. Doña Guiomar, al tomar en sus manos el puñal, quedose perpleja.

¡Absolutamente! replicó Pedro sonriendo . Solamente vengo a pedir a usted un favor un tanto enojoso... ¿Podría hablar a usted un momento a solas? La vizcondesa echóle sorprendida y curiosa mirada. ¡Entremos! replicóle después. ¿Puedo cerrar las puertas? preguntó el marqués. ¡Ciertamente! Pierrepont cerró las ventanas sentándose a algunos pasos de la vizcondesa.

Pero Milagros, que iba tras el quid de que su amiga la sacase de aquel profundo atolladero en que estaba, echole los brazos al cuello y con ahogada voz le deletreó en el oído estas palabras, más lacrimosas que el cenotafio en que D. Francisco había trabajado con tan mala fortuna: «Usted... usted, amiga del alma, puede salvarme...».