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Actualizado: 20 de mayo de 2025
De este modo los más frívolos sucesos, que no parecen tener fuerza bastante para alterar con su débil paso la serenidad de la vida, la conmueven hondamente de súbito y cuando menos se espera. Poco después entró en la sala el memorable D. Diego, conde de Rumblar y de Peña Horadada, y con gran sorpresa mía, ni saludó a la condesa, ni esta tuvo a bien dirigirle mirada alguna.
Me fijé en que cada cinco minutos salía al terrado, desde donde se podía ver la puerta de entrada, pero entonces me guardé muy bien de dirigirle preguntas indiscretas. Me imaginaba ser ya una confidente, una cómplice. Era un día claro de septiembre, de una hermosura maravillosa.
Y se propuso firmemente no volver a dirigirle la palabra. Pero a los cinco minutos sacó de nuevo el reloj y, sin acordarse de su propósito, preguntó: Adolfo, ¿sabes si D. Laureano está enfermo? Adolfo hizo un leve movimiento de indiferencia con los hombros sin pronunciar palabra. Es que como ya son cerca de las diez menos cuarto...
El notario, que llevaba largos años de amistad con Labarta, pretendía dirigirle con su espíritu práctico, siendo el lazarillo de un genio ciego. Una renta modesta heredada de sus padres bastaba al poeta para vivir. En vano le proporcionó su amigo pleitos que representaban enormes cuentas de honorarios.
Y no se cuenta que una sola vez tuviera la Sala que dirigirle el más comedido apercibimiento; ni de la pulcritud de su lenguaje en estrados se hizo la magistratura sino lenguas, llegando en este punto a caer D. Diego, valga la verdad, en cierto culteranismo, disculpable, eso sí, porque mediante él procuraba que su elocuencia saliese como el armiño de las cenagosas aguas de la podredumbre privada, adonde le arrastraban, en ocasiones, las necesidades del foro.
Así como así, en mi fuero intento, renegaba de mi pusilanimidad, temiendo que en el instante en que hubiera de dirigirle la palabra me abandonara el valor de que venía haciendo tan gran acopio, y, por lo tanto, juzgué que era mejor declararme por escrito. Y así como lo pensé lo hice en seguida; apenas llegué a casa, sentome ante mi mesa, pluma en ristre.
Según iba quedando libre y desembarazado su pecho, cargábasele la cabeza con el cuidado de comunicar a su hija aquella tan triste noticia que la había puesto en cama. No hacía más que dirigirle largas y melancólicas miradas, suspirando al mismo tiempo con señales de dolor. Varias veces había dicho: Cecilia, oye. Y otras tantas, arrepentida, la había ordenado cualquier menudencia.
Solamente al oirle dirigirle la palabra en inglés, hizo un movimiento de sorpresa tan perfectamente ejecutado, que Cristián se quedó lleno de admiración. ¡Ah! ¿El señor de Tragomer, creo? dijo. Le ofreció la mano, que él estrechó, y con una soberbia tranquilidad y voz tranquila y pura, prosiguió: Hemos corrido bien los dos desde la noche en que nos conocimos...
Palabra del Dia
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