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Los seres de frágil dentadura y escasa velocidad, mal armados para la conquista de las presas vivas, se alimentaban con las gotas de esta lluvia de materia alimenticia.

No se ría usted tan fuerte, D. Melchor, que puede saltarle la dentadura dijo la joven, por cuyos ojos pasó un relámpago de cólera. El P. Melchor cesó de reír repentinamente.

A falta de vivacidad, sus ojos, grandes y garzos, conservaban cierta dulzura que debió ser durante la juventud grato atractivo, y aún sus labios, descoloridos por los años, solían entreabrirse como queriendo recordar sonrisas reveladoras de una dentadura antes blanca y firme, si ahora descarnada y amarilla.

La dentadura postiza estaba sumergida en un vaso de agua, sobre la mesilla de noche. Sin dentadura ni peluquín, la piel flácida, verdosa, negruzca, color de corambre, los ojos soterrados, barba y bigote blancos, Novillo no conservaba traza de su pretérita fisonomía. Lo único que le quedaba del añejo esplendor era el abultado abdomen, enarcándose bajo las sábanas.

Ramiro, a su vez, desplegaba una esgrima aparatosa y soldadesca, con molinetes fantásticos, y su boca, entreabierta por el ansia homicida, dejaba rebrillar la dentadura.

Y ¿qué yo si alguno, no digo de los sacerdotes, no quiero hacerles tal ofensa, pero de los seglares, creerá que en efecto...? El de Naya aprobó con la cabeza como quien reconoce la fuerza de una observación; pero, al mismo tiempo, la sonrisa con que lucía la desigual dentadura era suave e irónica protesta contra tanta rigidez.

Olvidábase de todo, de su familia, de su porvenir, de la pobre Micaela, que iba a sus espaldas rumiando altramuces, y su atención reconcentrábase en los ojos negros, que a cada momento reproducían un rincón del paisaje; en la blanca y sana dentadura, tan hermosa, tan brillante, que al reír parecía iluminar la morena cara de la joven. Y sin embargo, su conversación no podía ser más vulgar.

Sabía de antemano lo que le preguntarían sus ilustres parientas, viejas pretenciosas de pelo teñido y dentadura semejante a un juego de dominó. «Pero grandísimo perdido, ¿cuándo te casas?...» Y si él se resignaba a asistir a estas reuniones, era justamente para no casarse, para aprovechar el tedio de alguna señora que se trasladaba humillada de un salón a otro sin encontrar compañía, iniciando con ella pláticas sentimentales que terminaban a veces en algo más positivo.

Era éste un clérigo al cual se le podrían echar cuarenta años de edad, aunque pasaba bastante de cincuenta, grueso, rollizo, colorado, admirable dentadura, los ojos redondos y saltones, la nariz ancha, sin una cana en el pelo ni una arruga en el rostro. Hablaba poco y reía mucho. Todo le hacía gracia: vivía en perpetuo espasmo de alegría y admiración.

Unos ojos grandes, húmedos y ligeramente oblicuos; una dentadura fuerte y deslumbrante entre los labios gruesos de rosa obscuro; una carne pomposa y pálida, y una cabellera exuberante, negra y con tendencia á rizarse apenas la abandonaba el peine, eran los componentes principales de su belleza.