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Actualizado: 21 de junio de 2025
¿Cómo vigilan ahora al Rey? pregunté, recordando que dos de los Seis habían muerto y que igual suerte había cabido a Máximo Holf. Dechard y Bersonín están de guardia por la noche y Ruperto Henzar y De Gautet, de día contestó Juan. ¿No más que dos a la vez?
Precipitándose después en la inmediata estancia, vieron el cuerpo exánime de Dechard sobre el del médico y a pocos pasos el del Rey, tendido de espaldas, junto a su derribada silla. «¡Muerto!» exclamó Tarlein; y Sarto los hizo salir a todos, excepto Tarlein, y arrodillándose junto al Rey no tardó en descubrir que vivía y que con solícitos cuidados su salvación era segura.
Gran dominio debía de tener sobre sí mismo, porque le oí contestar con calma: ¡Basta ya! No disputemos, Ruperto. ¿Están en sus puestos Dechard y Bersonín? Sí, señor. No le necesito a usted por ahora. No estoy fatigado... Sírvase usted dejarnos ordenó impaciete Miguel. Dentro de diez minutos quedará retirado el puente levadizo y supongo que no querrá usted regresar a nado a su cuarto.
Espero que no se contarán entre los otros enfermos mis tres buenos amigos De Gautet, Bersonín y Dechard continué. Del último he oído decir que está herido. Laugrán y Crastein hicieron una feísima mueca, pero el joven Henzar se sonrió al decir: Dechard espera hallar muy pronto bálsamo eficaz para su herida.
Entonces la voz del Rey, cavernosa y débil, muy distinta de aquella otra tan alegre que había oído en el bosque de Zenda, contestó: Ruegue usted a mi hermano que me mate, que abrevie esta muerte lenta. El Duque no desea la muerte de Vuestra Majestad replicó burlonamente Dechard; a lo menos... por ahora. Si llega el momento, allí está el camino que lleva derecho a la gloria. Está bien dijo el Rey.
Forcé la puerta y vi al Rey en un rincón, impotente, debilitado por la enfermedad, moviendo de un lado a otro sus manos encadenadas, riéndose, medio loco. Dechard y el médico estaban en el centro del calabozo; el último se había abrazado al asesino con todas sus fuerzas, impidiéndole por el momento mover los brazos.
¡Cómo! ¿Bajó usted a la prisión? Sí. ¿Y el Rey? Fue herido por Dechard, a quien di muerte, y espero que el Rey viva. ¡Necio! exclamó Ruperto jovialmente. Otra cosa hice. ¿Y fue? Perdonarle a usted la vida. Me hallaba detrás de usted en el puente, revólver en mano. ¡Digo! ¡Pues estuve entre dos fuegos! ¡Apéese usted le grité, y luche como un hombre!
De Gautet, Bersonín y Dechard están en Estrelsau; cualquiera de ellos, joven, lo degollaría a usted con tanto primor y gusto como... como lo haría yo con Miguel el Negro, por ejemplo, pero mucho más traidoramente. ¿Qué dice esa carta? La abrí y leí en alta voz: «Si el Rey desea saber nuevas de gran interés para él, le bastará seguir las indicaciones contenidas en esta carta.
A Dechard le cayó la mesa encima, pero al incorporarme yo, la echó a un lado y volvió a hacerme fuego. Levanté mi revólver y disparé casi sin apuntar. Oí una blasfemia y apreté a correr como un gamo, sin dejar de reírme. Alguien corría también detrás de mí, y tendiendo el brazo en su dirección solté otro balazo al azar. Los pasos cesaron.
Damos nuestra palabra de honor de observar la tregua convenida. No confíe usted en ellos murmuró Antonieta. Podemos hablar perfectamente sin abrir la puerta dije. Pero también puede usted abrirla cuando le parezca y disparar repuso Dechard, y aunque lo mataríamos, siempre moriría también uno de nosotros. ¿Da usted su palabra de no hacer fuego mientras hablemos? Desconfíe usted repitió Antonieta.
Palabra del Dia
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