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-Eso -replicó la duquesa- más es darse de palmadas que de azotes.

Se había irritado vivamente al escuchar los sollozos de su doncella. Estefanía era su predilecta, a quien distinguía entre todos los criados y confiaba gran parte de sus secretos. Como todos los déspotas presentes y pasados, estaba dominada sin darse cuenta de ello.

A su aparición estalló una salva de toses y estornudos y gritos y aullidos. El indiano alzó la cabeza y paseó su mirada atónita por aquella muchedumbre descompuesta que le sonreía, sin comprender la razón. Tardó poco, sin embargo, en darse cuenta de que era víctima de un bromazo. Sus ojos se clavaron entonces feroces en el concurso, y exclamó con un desprecio que nada tenía de fingido: ¡Méndigos!

Había que verla en tales momentos, entrar y salir en las habitaciones, recibir recados, pronunciar órdenes y darse aire de pariente. Sus esperanzas no quedaron fallidas. La duquesa viuda no pensó que un sepulcro abierto la eximía de permanecer fiel a sus principios de contradicción doméstica, y otorgó el consentimiento a su hijo, realizando así contra el duque un acto de oposición de ultratumba.

Iban juntos hacia su barrio y a veces el uno dejaba al otro en la puerta de su casa, sin cesar de charlar hasta el momento en que venía el sereno a abrir. Si la noche estaba buena, solían darse una hora más de palique vagando por las calles. ¿De qué hablaban aquellos hombres durante tantas y tantas horas?

¡Cómo! ¿no los tienes por herejes, bandidos y agentes del diablo? Petrilla se echó a reír a carcajadas. Vea señorita, el modo de hablar de esos herejes es tan dulce, que... Aquí se interrumpió para darse un gran coscorrón en la cabeza. Torció su delantal, bajó los ojos, y me pareció que estaba por tomar las de Villadiego. ¿Y después? ¡Termina!

Como no habéis conocido á los traidores hasta que ha sido de todo punto imposible que no los conozcáis, no habéis conocido á los leales hasta que los leales se han visto obligados por amor vuestro á darse á conocer.

Ana y Álvaro, al darse la mano por la mañana, al subir al coche, se encontraron en la piel y en la sangre impresiones nuevas. La noche anterior Álvaro había dicho que él se quería morir. No pedía nada, pero se quería morir. Ana en todo el camino de Vetusta al Vivero no dijo más que esto, y bajo, al oído de Álvaro: «Hoy es el último día».

Y como si la suerte se complaciera en allanarle todos los caminos que emprendía, dale la corazonada de jugar un billete a la lotería, y le cae, como quien nada dice, más de medio millón. Este golpe inesperado le puso a pique de desbaratar sus maduros proyectos, excitándole a darse por satisfecho de los mimos de la suerte, y a quedarse a vivir de sus rentas en Madrid.

La luz y el aire parecía que le despejaban algo la cabeza, y empezó a darse cuenta de la situación. ¿Pero era verdad lo que había dicho y hecho? No estaba segura de haberle pegado; pero de que le dijo algo. ¿Y para qué la otra la había llamado a ella ladrona?... Subió por la calle de la Paz, pasando a cada instante de una acera a otra sin saber lo que hacía.