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Actualizado: 30 de junio de 2025
Era el Espolón un paseo estrecho, sin árboles, abrigado de los vientos del Nordeste, que son los más fríos en Vetusta, por una muralla no muy alta, pero gruesa y bien conservada, a cuyos extremos ostentaban su arquitectura achaparrada sendas fuentes monumentales de piedra obscura, revelando su origen en el ablativo absoluto Rege Carolo III, grabado en medio de cada mole como por obra del agua resbalando por la caliza años y más años.
Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave.
La regularidad del plan de la última en nada se asemeja á las demás composiciones de Tirso. Don Guillén, favorito del conde de Barcelona, es dichoso con su amada y con su amigo; pero esta felicidad desaparece en breve con motivo de un diálogo íntimo entre ambos que él escucha, y cuyos motivos ignora, infundiéndole sospechas hasta el extremo de formar el proyecto de averiguar su verdad.
Los indios de la falda de la Cordillera tuvieron noticia de estos ganados, y empezaron á llevar grandes manadas á Chile, cuyos Presidentes tenian contratas de ganados con dichos indios.
Desde dos o tres casas dejaron caer sobre ella un diluvio de flores, cuyos pétalos multicolores esmaltaron un instante la tela blanca del vestido: algunos quedaron enredados en el cabello. La gente aplaudía. ¡Mujer, la vocación de esta niña edifica! ¡Ay, dichosa de ella!..., ¡quién estuviese en su lugar!
Vuestros vestidos y vuestro aire anuncian un hombre de un nacimiento distinguido; vos sois sin duda uno de los senores cuyos castillos dominan los valles; ?cual es vuestra morada? Yo no conozco sino la puerta de los palacios de los grandes.
Alberto Glatigny era hijo de un carpintero. A los quince años tropezó en la bohardilla de la casa paterna un volumen, roído de polillas y medio deshecho, de las «Obras completas» de Ronsard, y aquel libro, cuyos versos se acostumbró á recitar en voz alta, fué para su alma temprana una revelación.
Y su grito era cada vez más alto y desgarrador. Ya me verás... No te asustes repuso el joven, a cuyos ojos acudieron las lágrimas. Al mismo tiempo hizo un signo interrogativo al médico.
Tal vez por esto, Pierrefonds, que era militar, empezó a sentir cierta inquietud. Le daban miedo los ojos brillantes del maestro, unos ojos juveniles, detrás de cuyos cristales empezaba á danzar «la loca de la casa». Adivinó que el alma del poeta no estaba allí.
Tal es la poética leyenda que nos describe á la tierra como una gran flor de loto cuyos pétalos son las penúnculas extendidas sobre el Océano y cuyos estambres y pistilos son las montañas de Meru, generatrices de toda vida.
Palabra del Dia
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