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El torrente se precipita de lo alto de la montaña por una abra estrecha, semejante á un enorme chorro que se lanzase de una azotea por entre balcones de piedra cuajados de guirnaldas y cubiertos con flotantes cortinajes de severa verdura.

Cada una de esas calles es como un callejón profundo entre dos filas de rocas y barrancos; y sobre cada lado ó fila se ven como bocas ó respiraderos de hornos que sueltan bocanadas de humo en medio de pobres jardincitos y plantaciones reducidas de alóes enanos, de tunales tupidos cuajados de flores amarillas y frutas de carmín entre espinas, y de habas y judías.

La primera cosa que excitó la atención naciente de la niña, cuando estaba en brazos de su niñera, fueron estos dos pasmarotes de semblante lelo y desabrido, y sus magníficos trajes morados. También había por allí una persona a quien la niña miraba mucho, y que la miraba a ella con ojos dulces y cuajados de candoroso chino.

A la derecha del patio se divisa una pequeña habitación; agrupados allí los viajeros al lado de sus equipajes, piensan el último momento de su estancia en la población: media hora falta sólo: una niña, ¡qué joven, qué interesante! apoyada la mejilla en la mano, parece exhalar la vida por los ojos cuajados en lágrimas: a su lado el objeto de sus miradas procura consolarla, oprimiendo acaso por última vez su lindo pie, su trémula mano...

Mesas cuadradas y redondas, de mármol, se hallan esparcidas acá y allá alternando con otras de tapete verde; junto a la pared corre un ancho diván de peluche rojo; en un ángulo destaca un piano de cola, y verdes jazmineros cuajados de florecillas blancas festonean las ventanas.

Veíala yo desde las ventanas de mi cuarto, sentada, con el libro o el rosario en la mano, sobre un poyo de madera adosado a un cerezo que domina el zarzal, cuyas negras ramas, cuajados de fruto, se inclinaban sobre su cabeza.

Con acento contenido y amoroso le suplicó, casi al oído: ¿No te he dicho que mientras yo esté en Rucanto no debes temer nada? Tenía Carmen cuajados de lágrimas los ojos y era presa de una emoción confusa, entre grata y doliente. Llena de sinceridad infantil interrogó ansiosa: Y ¿estarás aquí mucho?...

Un soplo helado, un olor peculiar de moho y podredumbre, un verdadero ambiente sepulcral se alzaba del suelo lleno de altibajos, rehenchido de difuntos amontonados unos encima de otros; y entre la verdura húmeda, surcada del surco brillante que dejan tras el caracol y la babosa, torcíanse las cruces de madera negra fileteadas de blanco, con rótulos curiosos, cuajados de faltas de ortografía y peregrinos disparates.

La mano pequeña y bonita del ceguezuelo hería con gracia las cuerdas, sacando de ellas arpegios dulcísimos y esos punteados graves que tan bien expresan el sentir hondo y rudo de la plebe. La cabeza del músico oscilaba como la de esos muñecos que tienen por pescuezo una espiral de acero, y revolvía de un lado para otro los globos muertos de sus ojos cuajados, sin descansar un punto.

Gigantescos naranjos seculares, cuajados de rojas naranjas, sombreaban la especie de atrio ó compás en que habíamos entrado. Sus ramas subían hasta los arcos de un elegante mirador que teníamos enfrente y que sirve de fachada al único piso alto de un modesto aunque decoroso edificio.