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Al día siguiente, cuando llevaba piedras al extremo de la escollera, vió á un hombrecillo en una pequeña barca, que fingía pescar y se colocaba siempre cerca de su paso, sin asustarse de los remolinos que abrían en las aguas las piernas gigantescas al cortarlas ruidosamente. La insistencia del pescador acabó por atraer la atención de Gillespie.

Y como esto era muy poco para él, persona de extremado aseo, que, ¡cosa rara en un pequeño lugar!, se ponía limpia tres veces a la semana, decidió que estaba justificadísimo el mandar que le hiciesen media docena de camisas nuevas, que le hacían muchísima falta, ¿Y quién había de hacerlas mejor que Juanita, que era la costurera más hábil de Villalegre? ¿Y quién había de cortarlas mejor que su madre, la cual, lo mismo que con el mango de la sartén en la izquierda y la paleta en la diestra, era una mujer inspirada con las tijeras en la mano y con cualquier tela extendida sobre la mesa y marcada ya artísticamente con lápiz o con jaboncillo de sastre?

Me pides sampaguitas... No te envío, porque, al ir a cortarlas de la rama, sentí temblar mis manos y mi pecho prensado por la lástima. No quiero que padezcan esas flores, como padece, lejos de , mi alma, no quiero que al contacto de mis manos perezcan marchitadas. ¡Qué caigan ellas solas!

Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y estraña figura que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire: -Nunca fuera caballero de damas tan bien servido como fuera don Quijote cuando de su aldea vino: doncellas curaban dél; princesas, del su rocino,

Fue oliéndolas una por una, pasándoles los dedos por las hojas sin atreverse a cortarlas; dábale mucha lástima pensar cómo se quedaría la mata, huérfana de su flor. A aquella hora apenas olían las rosas: era más bien un aroma general de humedad y frescura, que se elevaba del césped de las plantas, y del conjunto de árboles vecinos.