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En casa no te digo; pero por la calle no he de ir con las carnes colgando como una vaca. Para eso no necesitas corsé de cuatro pesos. ¡Ah! ¿Es por el dinero, don Roñoso? No, palabra; es que estos días... ¿te es igual a fin de mes? Carola no quiso insistir; pero miró a su amante con profundo desprecio, como las grandes cortesanas de Atenas debían de mirar a los esclavos persas.

Es lástima, sobre todo siendo tan bonitaLa muchacha advirtió las miradas severas de Krilov, y se turbó. Se turbó de tal modo, que la sonrisa desapareció de su rostro y fue reemplazada por una expresión de miedo infantil, mientras su mano izquierda, con un movimiento instintivo, se dirigía hacia su pecho, como si llevase algo escondido en el corsé.

Sus pies calzaban medias de seda, ceñía su talle corsé de raso, era pródiga en perfumar el baño, cuidábase con ahínco las manos y, aunque hiciese ostentación de vestir humildemente, la ropa blanca que gastaba era un primor en adornos, lienzos y hechuras: bajo vestidos lisos y de lana, solía ocultar enaguas guarnecidas de costosos encajes.

El empleado sonrió ante esta protesta de la dignidad profesional, y siguió presentando a los otros. Un muchacho cabezudo, con ojos azorados y chaquetón de paño pardo, era el Paleto. Le habían traído por robar un corsé. Miraba a Maltrana con ojos de víctima moribunda, creyéndolo un señor poderoso.

Rosalía no dijo nada. La vergüenza le quemaba el rostro y le oprimía el corazón. Lo que hizo fue apretar el corsé y tirar furiosamente del cordón, como si quisiera partir en dos mitades el cuerpo de la diablesa. «Señora, por Dios, que me divide usted... Yo no me aprieto tanto. Eso se deja para las gordonas que quieren ponerse un tallecito de sílfide... Qué le parece, ¿me peinaré?».

Dicho esto, le entró una congoja y una convulsioncilla de estas que las mujeres llaman ataque de nervios, por llamarlo de alguna manera, seguida de un espasmo de los que reciben el bonito nombre de síncope. Fue preciso traerle un vasito de agua, desabrocharle el corsé, y no qué más. Pero yo... ¿cómo...? exclamaba Rosalía, mucho después, espantada , ¿cómo puedo yo...? Pidiéndolo a D. Francisco.