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Actualizado: 20 de junio de 2025
Pronto se convenció de que era más difícil cambiar la vida de aquellas beatas que la de un pecador empedernido. Le causó gran desaliento: comenzó a fastidiarse de aquellas nonadas, de aquellas confidencias domésticas insulsas y necias con que las devotas sazonan sus confesiones.
Era imposible que habiendo vivido en el lujo desde su infancia, María Teresa se mostrase tan indiferente por la pérdida de su fortuna. Y de inducción en inducción, Huberto se convenció de la verdad de las hipótesis sugeridas por su egoísmo desconfiado. No pisaré la trampa se dijo.
Consiguió arrancarle diez duros: se fue a su cuarto y dio rienda suelta a las lágrimas que había podido reprimir. Su marido la encontró con los ojos hinchados. ¿Por qué has llorado? preguntole impetuosamente. Por nada, hombre; no te asustes. Son cosas de mujeres. ¿No sabes el estado en que me encuentro? Se convenció. Había oído a los médicos hablar de estas crisis.
Yo quiero asesinar a un frutero de los Cuatro Caminos; pero, antes de ponerme a la obra, necesito un cerebro que me sugiera la idea de este asesinato. Por eso venía a verle a usted... Yo me disculpé como pude; pero el asesino no se convenció. Usted me engaña me dijo . Usted podría perfectamente sugerirme la idea que yo le pido.
Por fin la generala se convenció de que Miguel era el hombre que buscaba, el ideal de sus ensueños; le miraba con ternura, le hacía repetir con afán sus enmarañadas psicologías, se enteraba de los últimos pormenores de su vida espiritual y no cesaba de dolerse de no ser más joven para realizar por entero el sueño de amor que toda la vida le había perseguido.
Sólo entonces se convenció de que estaba herido. Sus ojos perdieron la limpieza de su visión. Contempló doble la torre, luego triple, después toda una cortina de cubos de piedra que se extendía por la costa hundiéndose mar adentro. Esparcióse un gusto acre por su paladar y sus labios.
Se avergonzaba al recordar su debilidad. No era un cobarde, estaba seguro de ello, pero le faltaba voluntad o la amaba demasiado, y por esto, cuando tras un vergonzoso espionaje se convenció de su deshonra, sólo supo levantar la crispada mano sobre aquella hermosa cara de muñeca pálida, y acabó por no descargar el golpe.
Al llegar aquí no pude menos de recordar a mi primo sus expresiones de hacía cuatro años: Es encantadora la sociedad: ¡qué alegría! ¡qué generosidad! ¡ya tengo amigos, ya tengo amante! Un apretón de manos me convenció de que me había entendido.
Palabra del Dia
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