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Así como iban quedando separadas las diversas piezas del traje se apoderaban de ellas los ayudantes, haciendo trabajar de nuevo sus máquinas de coser. Todos los costureros eran hombres, pues las labores de aguja únicamente se consideraban compatibles con la debilidad del sexo masculino. En cambio, los maestros cortadores eran mujeres, así como los empleados del gobierno que vigilaban la operación.

Deseaban llegar cuanto antes á la vista de la torre Eiffel, entrar victoriosos en la ciudad, para saciarse de las privaciones y fatigas de un mes de campaña. Eran adoradores de la gloria militar, consideraban la guerra necesaria para la vida, y sin embargo se lamentaban de los sufrimientos que les proporcionaba. El conde exhaló una queja de artista.

Apolonio consideraba un par de botas como una obra de arte, no de otra suerte que los príncipes del Renacimiento consideraban un libro como una obra de arte. Para aquellos exigentes catadores de Belleza, un libro, aunque en sus partes secundarias se emplease con tiento el troquel, debía estar escrito a mano, aforrado en telas ricas y sellado con joyeles a guisa de broches.

Sin duda era la policía, que, avisada por alguien del buque, venía a sorprenderlos. Y lo mismo pensaron los demás. Por esto cuando el automóvil dio la vuelta, alejándose, desearon todos finalizar el acto cuanto antes, evitándose una sorpresa que consideraban inminente. Llevaban dos horas de vagar por los alrededores de Río Janeiro.

Pero muy en breve volvieron de nuevo, y con mayor empeño, á las hostilidades, prevenidos de útiles para derribar las paredes del recinto, y buscarse una entrada menos dificil y peligrosa: como en efecto lo consiguieron, penetrando hasta las espaldas del Tambo de Santa Rosa, donde prendieron fuego á las viviendas de aquel lado, de que ya se consideraban posesionados.

Los desprecios y los bufidos resbalan sobre su persona sin molestarla. Habló Isidro de la indignación de las matronas, que consideraban como un tormento viajar con sus hijas teniendo que sufrir la compañía de Nélida.

Muchos la consideraban arruinada después de sus prodigalidades en la última guerra civil, pero, Jaime conocía la verdadera fortuna de la devota señora. Su vida era simple como la de una payesa; le quedaban en la isla extensos predios, y todas sus economías las invertía en regalos a iglesias y conventos o en donativos al tesoro de San Pedro.

Quién solicitaba humildemente la honra de tener por su abanico, quién extendía la levita sobre la yerba para que se sentase; los unos corrían a buscarle un vaso de agua cuando tenía sed y se lo presentaban con azucarillo y gotas de azahar, o con anís o con jarabe de grosella, para que eligiese; los otros se consideraban felices con que de lejos les enviase una ligera sonrisa.

Lo de la pierna no ofrecía iguales esperanzas. El hueso estaba fracturado: Gallardo podía quedar cojo. Don José, que había hecho esfuerzos para mostrarse impasible cuando horas antes consideraban todos inevitable la muerte del espada, se conmovió al oír esto. ¡Cojo su matador!... ¿Entonces no podría torear?...

En cambio, en la Natzichet, menos seriamente comprometida, la conciencia de las responsabilidades era ninguna o muy pequeña; el deber político en ella, mujer, tenía que oponer a la pasión un obstáculo menor, y si todavía no pesaba sobre ella una condena por crímenes, los informes de la policía la consideraban capaz de consumarlos.