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Actualizado: 21 de junio de 2025


No confesaba en Peñascosa sino a media docena de veteranos de la guerra civil. Los demás feligreses se repartían entre los capellanes adscritos a la parroquia: las cuatro quintas partes de las damas confiaban el fardo de sus flaquezas al irresistible D. Narciso. D. Miguel no sentía el menor desabrimiento por esta preferencia.

Las señoras se confiaban a ellos, hablándoles con el descuido que da la ausencia de todo peligro. Luego, sus tertulias en la cervecería eran una prolongación del chismorreo femenino, mencionándose por todos ellos los defectos ocultos de las damas más famosas, con una delectación hostil, como si les complaciese las debilidades y miserias de un sexo enemigo.

Allí estaban los ocho mil reales. Podía hacer don Ramón lo que quisiera. Ellas confiaban en él como si fuese su padre. Bueno; compraré Cubas. El pollo pasará por aquí cuando guste, para que le entere de la marcha del capitalito. Y don Ramón les acompañó hasta la mampara, cobijando con mirada amorosa de padre a sus tres clientes.

Era peritísima y agilísima para ayudar a cualquier mujer en los más duros trances de Lucina, y muchas se confiaban y se entregaban a ella, porque jamás se le había desgraciado ninguna criatura, y porque la madre como no fuese muy enclenque, a los seis o siete días de salir de su cuidado estaba ya en pie, y a menudo iba a misa, y si se presentaba la ocasión bailaba el bolero.

Los criados de la casa también podían escribir formulando idénticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la señora, que le permitiría alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban á manifestar su disgusto mostrándose más fríos y estirados en el cumplimiento de sus funciones.

Una mañana, en el salón principal del Paseo Grande, solitario a tales horas porque pocos confiaban en aquel anticipo de primavera, vio don Álvaro allá lejos la silueta de un clérigo. Era alto, sus movimientos señoriles. Era el Magistral. Estaban solos en el paseo; tenían que encontrarse, iban uno enfrente del otro, por el mismo lado. Se saludaron sin hablar.

Los hombres de negocios, al dirigirse á América, le confiaban sus planes estupendos: ríos cambiados de cauce, ferrocarriles á través de la selva virgen, monstruosas fuerzas eléctricas extraídas de cascadas de varios kilómetros de anchura, ciudades vomitadas por el desierto en unas semanas; todas las maravillas de un mundo en la pubertad, que desea realizar cuanto concibe su joven imaginación.

Eran señores de la costa que, retirados de la navegación, confiaban sus buques á capitanes que habían sido sus pilotos; burgueses que no abandonaban la corbata y la gorra de seda, símbolos de su alta posición en el pueblo natal. El lugar de tertulia de los ricos era el Ateneo, sociedad que, á pesar de su título, no ofrecía otras lecturas que dos periódicos en catalán.

Además, el Vara de plata, conociendo su estado, le reservaba el trabajo menos penoso: colocaría tornillos y clavijas, alinearía los candelabros de la escalinata, arreglaría los tapices; confiaban en él como hombre de buen gusto que había visto mucho en sus viajes. Gabriel trabajó dos semanas en el Monumento. Este período de relativa actividad pareció causarle cierto bienestar.

Creíanse, como tengo dicho, hijos del lago, del bosque ó de la orilla del rio en que vivian, por cuya razon nunca se alejaban de su recinto. Por lo demas, cada pueblo tenia una creencia diferente; confiaban los unos en la merced de ciertos dioses solteros ó casados que presidian á las siegas, á la pesca y á la caza; otros profesaban un respeto temeroso á los dioses del trueno.

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