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Actualizado: 1 de junio de 2025
Aresti permanecía inmóvil en medio de la plaza, sin darse cuenta de las balas que á corta distancia de él levantaban las cortezas de los troncos. Sentíase empujado de un lado á otro por los empellones de los combatientes, viéndolo todo al través de una niebla gris, como si el sol se hubiera ocultado.
El príncipe se dirigió á una terraza de su jardín, cuya muralla de piedras y flores descendía hasta la vía férrea. Los vagones parecieron desfilar voluntariamente ante sus ojos, mostrándole en una curva uno de sus lados, y luego la cara opuesta al llegar á otra curva, donde se perdían. El uniforme de estos combatientes desorientó por un momento al príncipe, como una novedad inesperada.
Don Álvaro, por culpa de una mujer, había sido retado a singular combate por un forastero; todos los padrinos eran de la guarnición menos Frígilis, único vetustense que presenció el lance. El duelo era a sable, en el Montico, en una arboleda, de tarde, cerca del obscurecer. El cielo encapotado amenazaba desplomarse en torrentes de lluvia. Los dos combatientes miraban a las nubes.
Ya se habían congregado los diez combatientes frente á la tribuna del príncipe para recibir dos de ellos el galardón merecido, cuando el agudo toque de un clarín llamó la atención de los presentes hacia un extremo del palenque, ganosos todos de ver al inesperado caballero que así anunciaba su llegada.
El antiguo y populoso condado de Hanson fué de los primeros en responder al llamamiento con gran golpe de soldados. Al norte ondeaban los estandartes de los señores de Brocas y Roche, el primero con la cortada cabeza de sarraceno en el centro del escudo y el segundo con el histórico castillo rojo de la casa de Roche, seguidos ambos por numerosos combatientes.
En aquel mismo punto quedó concertado el lance, como en aquel tiempo galano en que los poetas hampones se batían por un soneto en las encrucijadas del viejo París. Caía la media noche cuando los combatientes se hallaban junto a la puerta del cementerio de San Martín. El claro de luna encantaba melancólicamente la fúnebre decoración.
Se hallaron dos pistolas de arzón que, muy cargadas, habían de levantar mucho y enviar la bala harto lejos del punto de mira. Se concertó que los combatientes se colocasen a cuarenta y cinco pasos de distancia. Al dar una palmada podrían marchar ambos, el uno contra el otro, hasta que sólo quince pasos los separasen. Durante la marcha cada uno podía tirar cuando quisiera.
Intervenía en las diligencias preliminares del examen y peso de los combatientes, y escrutaba con tanto escrúpulo, seriedad y aparato la balanza, como si se estuviese decidiendo el porvenir de la humanidad.
Watson, despreciando á los combatientes, había corrido hacia la marquesa, colocándose delante de ella en actitud defensiva, como si le amenazase algún peligro. Robledo miró á los dos adversarios. Contenido cada uno de ellos por un grupo, se insultaban de lejos, con los ojos inyectados de sangre y la lengua estropajosa.
Sorteó Maltrana, echando una moneda en alto, el lugar de cada uno de los combatientes. Luego los acompañó a sus respectivos sitios con una gravedad fúnebre.
Palabra del Dia
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