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Actualizado: 5 de junio de 2025


Hasta Mariquita, la sobrina del Vara de plata, encontraba cierta satisfacción para su amor propio protegiendo con una tolerancia desdeñosa a aquella infeliz que en otro tiempo atraía la atención de todos los hombres que visitaban el claustro alto. La curiosidad sólo turbó la calma de las Claverías durante una semana.

En una habitación de las Claverías sonaba un martillo con repiqueteo incesante. Era el de un zapatero que Gabriel había visto, al través de los vidrios de una ventana, encorvado ante su mesilla. En el pedazo de cielo encuadrado por los tejados volaban algunos palomos, moviendo sus blancas alas como si bogasen en un lago de intenso azul.

En las Claverías se desocupaban muchas habitaciones; un silencio de cementerio reinaba allí donde antes se aglomeraba todo un pueblo falto de espacio. El gobierno de Madrid había que ver con qué expresión de desprecio subrayaba el jardinero estas palabras andaba en tratos con el Santo Padre para arreglar una cosa que llamaban Concordato.

Las mujeres de las Claverías iban y venían con noticias desde el palacio al claustro alto. Los chicuelos permanecían recluidos en las habitaciones, atemorizados por las amenazas de las madres si intentaban jugar en las galerías.

El Vara de plata cerraba a las nueve las Claverías, y ellos querían pasar la noche fuera de casa. Ya habían estado un buen rato en un café del Zocodover, regalándose como señores. Estaban hechos unos calaveras. Aquella noche era extraordinaria, tanto más cuanto que la ciudad también estaba alterada por lo del arzobispo. ¿Cómo sigue? preguntó Gabriel.

La gente joven que vive en las Claverías no tiene amor a nuestra Primada y se queja de lo cortos que son los sueldos, sin tener en cuenta el temporal que aguanta la religión. Si esto continúa, no me extrañará ver a este pájaro y a otros tan tunantes como él jugando a la rayuela en el crucero... ¡Dios me perdone!

Por las tardes, a la hora del coro, cuando trabajaba solo el zapaterillo, Gabriel, cansado de la monotonía silenciosa de las Claverías, bajaba al templo. Su hermano, con manteo de lana, golilla blanca y vara larga, como un alguacil antiguo, estaba de centinela en el crucero, para evitar que los curiosos pasasen entre el coro y el altar mayor.

Pero ella, tan animosa y enérgica dentro de su casa, tenía que retirarse bufando de coraje o llorando apenas se asomaba a la puerta. Todas las mujeres de las Claverías querían vengarse de su antigua servidumbre, puestas ya en la pendiente del desacato. Miradla gritaba la zapatera a sus vecinas . Siempre tan compuesta la tía fea.

Y estrechaba las manos de la joven, que, aturdida por las palabras de Gabriel, no sabía qué decir y lloraba dulcemente. Arriba, en el piso alto de las Claverías, seguía sonando el armónium del maestro. Luna conocía aquella música. Era el último lamento de Beethoven, el «es preciso» que cantaba el genio ante la muerte con una melancolía que causaba escalofríos.

Bastante hago con tolerar en nuestra casa estas cosas. ¡Ay!, ¡si supieras cómo me duelen las miradas de la gente...! En realidad, había sido menor de lo que él esperaba el escándalo producido en las Claverías por la vuelta de Sagrario. Estaba tan afeada por la enfermedad y las penalidades, se notaba en ella tal fatiga, que ninguna mujer sintió animosidad contra ella.

Palabra del Dia

rigoleto

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