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Actualizado: 5 de junio de 2025
La noche era calurosa, y ellos, habituados al encierro y el silencio de las Claverías, sentían la alegría de la libertad permaneciendo en aquel balcón, con Toledo a sus pies y la inmensidad del espacio ante sus ojos. Sagrario, que no había salido del claustro alto desde que volvió a la casa paterna, contemplaba el cielo con admiración. ¡Cuántas estrellas! murmuró, como si soñase.
Y como si quisiera corresponder a este sacrificio con otro que agradase a su hermano, al subir a las Claverías no puso la cara torva y habló a su hija durante la comida. Por la tarde, el claustro alto quedó casi desierto. Don Antolín bajó apresuradamente con los talonarios, regocijándose al saber que eran muchos los forasteros que le aguardaban.
Además, había muerto su madre, y las cartas de sus hermanos no le anunciaban otra variación en la vida soñolienta del claustro alto que el haberse casado el jardinero y andar en relaciones el Vara de palo con una muchacha de las Claverías, ya que era contrario a las buenas tradiciones aliarse con gente de fuera de la catedral. Vivió Luna más de un año en los acantonamientos de los emigrados.
Es un pedazo de pan, pero se vuelve una fiera cuando le hablan de su hija. Aunque la encontrásemos y se la trajésemos, no querría admitirla. Se indigna como si le propusieran un sacrilegio. No podría sufrir con calma su presencia en la casa que fue de vuestros padres. Además, aunque no lo dice, teme el escándalo de todos los vecinos de las Claverías, que conocen lo ocurrido.
Enfrente estaba la chata columnata, sobre cuyas barandillas asomaban sus copas puntiagudas los cipreses del jardín. Por encima del tejado del claustro veíanse las ventanas de la segunda fila de habitaciones, pues casi todas las casas de las Claverías tenían dos pisos.
Una gran desgracia, hijo; lo que nunca se había visto en el claustro alto. Las locuras del mundo entraron en la catedral, y fueron a hacer nido justamente en la casa más honrada, más antigua y más respetable de las Claverías.
Cansado de la charla de las mujeres asomadas a las puertas de las Claverías, subía a la habitación del campanero, su antiguo camarada de armas, o descendía al jardín por la monumental escalera de Tenorio cuando estaba abierta o por el arco del Arzobispo atravesando la calle. Gustábale pasar una hora entre los árboles.
Los Luna eran tan antiguos como los cimientos de la iglesia. Habían ido naciendo las diversas generaciones en los aposentos del claustro alto, y cuando el ilustre Cisneros aún no había construido las Claverías, los Luna vivían en las casas inmediatas, como si no pudiesen existir fuera de la sombra de la Primada. A nadie pertenecía la catedral con mejor derecho que a ellos.
Pero yo averiguaré.... Veremos, Gabriel... pensaremos en ello. ¿Y los canónigos? ¿Y el cardenal? ¿No se opondrán a que la pobre muchacha vuelva a las Claverías? ¡Bah! La cosa ocurrió hace tiempo y pocos se acuerdan. Además, la muchacha podemos llevarla a un convento, para que esté recogidita y tranquila, sin escándalo de nadie. No; eso no, tía. Es un remedio cruel.
Y los vecinos de las Claverías sentían halagado su orgullo de parias cuando veían al príncipe eclesiástico arrastrar su sotana de vivos rojos por los andenes de piedra para sentarse en el cenador y charlar más de una hora con la vieja, mientras los familiares permanecían respetuosamente de pie en la puerta de la verja. A Tomasa no le enorgullecía este honor.
Palabra del Dia
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