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Actualizado: 5 de junio de 2025


Quería saber qué era de su sobrina Sagrario y lo que había ocurrido en casa de su hermano. Usted que es tan buena, tía, usted me lo dirá. Todos parece que teman hablar de eso. Hasta mi sobrino el Tato, que es tan parlanchín y despelleja a todos los de las Claverías, calla cuando le pregunto algo. ¿Qué ocurrió, tía...? Se ensombreció el rostro de la vieja.

Los niños de las Claverías y las mujeres estaban abajo, contemplando el Monumento. Las habitaciones parecían abandonadas. Gabriel vio pasar por frente a la ventana a su hermano, que al momento apareció en la puerta. ¿Qué quieres, Gabrielillo? ¿Qué te pasa? La tía me ha alarmado con el recadito. ¿Es que estás peor? Siéntate, Esteban. Estoy bien; tranquilízate....

De la provincia y de Madrid llegaban forasteros para la corrida de toros del día siguiente. Mariano el campanero invitó a los amigos a oír la serenata en la galería grecorromana de la fachada principal. A la hora en que se apagaban las luces en las Claverías y don Antolín cerraba la puerta de la calle, Gabriel y sus amigos deslizábanse cautelosamente hasta la habitación del campanero.

Lo mismo tosía viviendo en las Claverías que pasando la noche en la catedral. Después de comer salía al claustro, completamente repuesto por su sueño de la mañana. Era el único momento del día en que podía ver a sus amigos. Se aproximaban a él o iba Gabriel en su busca, entrando en la casa del zapatero o subiendo a la torre.

Entraron en la casa de los Luna, que era de las mejores de las Claverías. Junto a la puerta, dos hileras de macetas en forma de relojera, clavadas al muro, dejaban pender las cabelleras verdes de sus plantas. Dentro, en la sala que servía de recibimiento, Gabriel lo encontró todo lo mismo que en vida de sus padres.

Al través de una ventana de la sala veía Gabriel el patio interior, que hacía apetecible aquella habitación entre todas las de las Claverías: un espacio de cielo libre, con los cuartos superiores sostenidos por cuatro filas de delgadas columnas de piedra, que daban al patio el aspecto de un pequeño claustro. Esteban volvió a reunirse con su hermano. dirás lo que quieres almorzar.

Para aquellas gentes, pegadas desde que nacían al templo, cual excrecencias de la piedra, y que consideraban a los arzobispos de Toledo los seres más poderosos del mundo después del Papa, el único lugar digno de un hombre de talento era la Iglesia. Gabriel fue al Seminario, y la familia creyó que las Claverías quedaban desiertas.

Pero el jardinero, para no estar solo en su, gran habitación de las Claverías, se había casado tres años antes con la hija del sacristán y tenía un hijo. Además, no podía despegarse de la iglesia. Era un sillar más de la montaña de piedra; se movía y hablaba como un hombre, pero tenía la seguridad de perecer apenas saliese de su jardín.

Y corrió a abrir la escalera de Tenorio, que ponía en comunicación las Claverías con el claustro bajo. El cadete se alarmó ante la inesperada proximidad de su tío. No quería que le encontrase allí: temía el carácter del cardenal; y huyó hacia la escalera de la torre. Se marchaba a los toros; sacrificaba a la novia antes que encontrarse con don Sebastián.

Gabriel supo por el Vara de plata que había muerto la madre del curita, y una semana después le vio una tarde en las Claverías. Tenía los ojos enrojecidos, las facciones des-carnadas y con la piel tirante, como si hubiese llorado mucho. Vengo a despedirme de usted, Gabriel. He pasado un mes de penas y de insomnio cuidando a mi madre. La pobre ha muerto.

Palabra del Dia

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