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Al verse olvidada la grave señora de los lentes, sin poder entender una palabra del nuevo idioma empleado en la conversación, habló en voz alta, mostrando las córneas de sus ojos vueltas hacia arriba por el entusiasmo. ¡Oh, España! dijo en inglés . ¡Tierra de caballeros!... ¡Cervantes!... ¡Lope!... ¡El Cid!... Se detuvo, buscando algo más.

Al ver a Gallardo rompiendo con su caballo las filas de la multitud, entre sombreros tremolantes y manos tendidas, la dama extremó su sonrisa. Venga usted aquí, Cid Campeador. Deme usted la mano. Y de nuevo se estrecharon sus diestras con un apretón que duró largo rato. Por la noche, en casa del matador, fue comentado este suceso, del que se hablaba en toda la ciudad.

Le llamaban más la atención los apellidos que las condiciones personales de «los nuestros»: así es que al preguntarle por la vida y milagros de cualquiera de ellos, en lugar de responder derechamente a la pregunta, se encaramaba en la copa del árbol genealógico de la familia, y gateando de rama en rama hacia abajo, no paraba hasta dar, lo que menos, con la pata del Cid, si es que se conformaba con eso.

Hicimos notar á su tiempo que en su Cid no se encontraban ninguna de las grandes creaciones de la magnífica tragedia de Guillén de Castro, de la misma manera que transformó en obra árida y pesada, que de ningún modo puede llamarse poética, á la comedia llena de vida de Alarcón, titulada La verdad sospechosa.

Las frases de Voltaire, llamándole autor de la primera tragedia verdadera de la Europa moderna, y las de Corneille, en que confiesa que es el primero que escribió El Cid, han sido repetidas muchas veces, si bien no se han hecho ulteriores investigaciones acerca de su vida y de su influencia.

Burgos del antigua espada del Cid por tantos escrita, Córdoba de su Mezquita, y de su Alhambra, Granada; de sus sepulcros León, Avila del fuerte suelo, Madrid de su hermoso cielo, salud y buena opinión; y de su hermoso Arenal sólo se precia Sevilla, que es vistosa maravilla y una plaza universal.

El segundo, de una época posterior de la dominación romana; y el tercero, contemporáneo del Cid; los santos Celedonio y Emerencio se nos ofrecen allí como protectores de España, primero en embrión antes de nacer, luego durante su vida, y, por último, después de su muerte.

Si el Cid á su lado viene, Gigote de hombres haré, Y de que lo cumpliré Hágote voto solene. 1820 Si yo me enojo en Madrid Con quien á ti te ha enojado, Haz cuenta que se ha tocado La tumba en Valladolid. Porque en diciendo, Isabel, 1825 Que he de matalle, está muerto. No hay que esperar, porque es cierto Que pueden doblar por él. DO

Al poema del Cid siguió la traduccion del Fuero Juzgo, y el código de las Partidas, cuyo autor, el célebre D. Alonso el Sabio, fué como Solon, poeta al mismo tiempo que legislador. Sus cántigas y sus coplas de arte mayor, verdaderas joyas poéticas, contribuyeron inmensamente á pulir el tosco lenguaje de aquella época de barbárie.

Hoy mismo, con más denuedo que el Cid Campeador, irá a pedir a mi señor padre esta blanca mano, que tomará la rienda y le obligará a salir de su paso de mula de canónigo y a brincar y a estar más avispado que tu hermoso caballo negro.