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Entonces se indignaba hasta saltársele las lágrimas, gritaba que se intrigaba contra él y escribía largas quejas al Santo Sínodo y al Capítulo de la Orden de Caballeros de San Jorge. El doctor Chevirev, como recibiese una queja de aquéllas, le envió inmediatamente una respuesta oficial en toda regla, en la que le daba una completa satisfacción.

La enfermera María Astafievna no estaba enamorada de Pomerantzev; desde hacía tres años, el tiempo que llevaba en la clínica, amaba desesperadamente al doctor Chevirev y no se atrevía a decírselo.

En el mismo cuaderno se brindaba al doctor Chevirev, pero a condición de que se casase con ella y renunciase a Babilonia y al champaña. Demostraba que, desde el punto de vista económico, eso sería muy ventajoso para el doctor; una vez casada con él, dejaría de cobrar sueldo.

A la sazón llevaba una larga barba descuidada y estaba recluido en un manicomio; la bohemia había desaparecido. O quizá no había existido en la vida y el doctor se la había inventado. ¿Quién sabe? A las cinco de la mañana, el doctor Chevirev acababa su tercera botella de champaña, y se iba a su casa.

Después de pasar algunos momentos con el muerto, volvieron al aposento del doctor. La anciana, completamente quebrantada por el dolor, apenas entró en el salón de Chevirev, se dejó caer en el sofá; pequeña, consumida por una larga vida de sufrimientos, parecía un bultito negro, de faz pálida y cabellos blancos.

El doctor Chevirev no se esforzaba por conservar en la memoria los nombres de sus amigos del Babilonia, y no se daba cuenta de que desaparecían y eran reemplazados por otros. Callaba, sonreía cuando se dirigían a él, bebía su champaña mientras los demás gritaban, bailaban con los bohemios, se regocijaban o se entristecían, reían o lloraban.

En el restorán Babilonia, el doctor Chevirev era considerado como un viejo cliente, que casi formaba parte de la casa, y como un personaje importante, que ocupaba el primer lugar después del dueño del hotel. Conocía por sus nombres a todo el personal, así como a todos los miembros de la orquesta y a todos los cantores y cantatrices rusos y bohemios.

Merced a esto, sus conversaciones tenían siempre para ellos un gran interés. Todos los días, el doctor Chevirev se sentaba, ya al lado de uno, ya al lado de otro, y escuchaba atentamente lo que los enfermos decían. Parecía que también él hablaba mucho; pero, en realidad, nunca decía nada y se limitaba a escuchar.

Vestían como solían hacerlo en su casa, y había que fijarse mucho para darse cuenta de un pequeño desorden en su aspecto exterior, desorden contra el cual Chevirev no podía hacer nada. Llevaban los cabellos, por lo general, bien peinados.

Se aplaudía con entusiasmo a la cantatriz, y se pedían más vino y más canciones. Luego, a petición del doctor Chevirev, cantaba una bohemia entrada en años, de rostro enflaquecido y enormes ojos rasgados; aludía en sus cantos al ruiseñor, a las citas amorosas en el jardín, al amor juvenil y a los celos. Estaba embarazada de su sexto hijo.