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»He estado bastante enferma después de mi última carta, pero mi segunda madre ha debido decirle que ya estoy mucho mejor. El señor de Villanera quizá también le ha escrito; no le pido cuenta de sus actos. En cuanto a , estoy lo suficientemente fuerte desde hace algún tiempo para emborronar cuatro carillas de papel; pero, ¿querrá usted creer que me falta tiempo?

No hizo la visita, y la aplazó para el día siguiente, si la conceptuaba necesaria. Al anochecer mandó a Luz dos carillas de renglones llenos de dulzuras, para enterarla de que estaba constipado. Después se fue a casa. En la cual nada ocurrió para bien ni para mal de su pleito: nada le dijeron; nada dijo tampoco. ¿A quién le tocaba sacar la conversación, y quién huía más de ella?

Un botánico atacado del delirio de las clasificaciones no hubiera coleccionado con tanto afán como ella todas las flores bonitas que le salían al paso, dándole la bienvenida desde el suelo con sus carillas de fiesta. Con lo recolectado en media hora adornó todos los ojales de la americana de su primo, los cabellos de la Nela, y por último, sus propios cabellos.

Pero cada bocado nos ahogaba y me costaba un triunfo contener el llanto. El pobre cura había pasado una noche de insomnio. Estaba demasiado triste para poder dormir y por otra parte como no le era posible acompañarme hasta C *, había escrito esa noche a mi tío una carta de diez y siete carillas en la que, según supe después, le enumeraba todas mis cualidades pequeñas, grandes y medianas.

A media noche dejé la pluma, y leí, y releí mi carta: seis pliegos escritos por las cuatro carillas. Presa de un desaliento inexplicable metí los pliegos en el sobre. No; no decían aquellas páginas lo que sentía mi corazón.

Algunos, que eran de crecida estatura y traídos del interior de Africa, y que iban ataviados de sus capellares, marlotas y turbantes, podrían equivocarse por sus carillas revejidas, sus ojuelos hundidos y otros accidentes, con algunos de los viejos dignatarios de la corte.

Se fue trinando, y al poco rato recibió Rosalía el papel que esperaba con tanta ansia. «Abulta poco pensó, con el alma en un hilo, metiéndose en el Camón para abrir el sobre a solas, pues andaba por allí Cándida con cada ojo como una saeta . Abulta poco repitió sacando del sobre un papel ; aquí no viene nada». Y en efecto, no era más que una carta, escrita con la limpia y correcta letra del director de Hacienda. La cólera que invadió el alma de la Pipaón al ver que la carta no traía consigo compañía de otros papeles, le impedía leer. En su mano temblaba el pliego, escrito por tres carillas. Leía a saltos, buscando las cláusulas terminantes y positivas. En pocos segundos recorrió la dichosa epístola... Cada frase de ella le desgarraba las entrañas como si las palabras fueran garfios... «Estaba afligidísimo, desolado, por no poder complacerla aquel día...». «