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Actualizado: 12 de junio de 2025
¡Era demasiado! ¡No, por Cristo, aunque pasara lo de «jettatore», yo no podía dejar pasar lo de no ser caballero!... Así fue que en el mismo día puse, con mi nombre y mi dirección, un aviso en dos importantes diarios: «Se necesita un profesor de bridge. Es inútil presentarse si no se posee especial competencia, demostrada en algún diploma técnico o universitario.
Son yanquis, pero son hombres. Las obras de ante, maravillosas; High Bridge recuerda los trabajos romanos y el puente suspendido de Brooklyn parece una fantasía de cuento árabe. El cementerio de Brooklyn es la necrópolis más lujosa que he visto en mi vida. No vale el de Pisa como arte, ni los muertos surgen a vuestro paso con todo su cortejo de gloria como en el Père-Lachaise.
Como adivinando mi pensamiento, Villalba me observó: Puede usted buscar quien se lo enseñe... Porque debe usted saber que un caballero que no sabe jugar al bridge, ¡no es un caballero!
Casi todas las semanas tenía que encargar barajas francesas a Buenos-Aires el pulpero de la estación, pues menudeaban los pedidos. Pasé así un año más, ocupado en la interesante faena de la cría y distrayendo mis ocios en el carteo del bridge... ¿Llegó a gustarme este juego? No tengo ahora el menor reparo en declarar que siempre me aburrió soberanamente.
Sólo mi amigo Joaquín Villalba interrumpió alguna partida para decirme, como oportuna advertencia: No salude usted nunca a los que juegan al bridge, Alberto, porque no lo ven... Ni les hable, porque no lo oyen... Y hasta es bueno que ni los mire, porque si no tienen suerte, pueden pensar que usted les trae desgracia, ¡y no hay peor reputación que la del «jettatore»!
Todos los días, al sentarse a la mesa, el señor Munster quedaba pensativo, sin dejar por esto de mover las mandíbulas, y acababa por formular la misma pregunta, en un castellano gangoso: Pero ¿de veras que ninguno de ustedes conoce el bridge?... ¡Un juego tan distinguido!
Mándeme en cambio, a casa, mañana mismo si es posible, todos los libros de bridge que encuentre, en cualquier idioma. El pedido es urgentísimo.» A las veinticuatro horas recibí un cargamento de libros. Importaban una factura de 253.10$ moneda nacional, que pagué sin murmurar, y llenaban dos estantes de mi biblioteca.
ERNESTO. ¡No...! ¡No volverás más...! ¡Te echo...! ERNESTO. ¡Sí...! Ve a recoger todo lo tuyo... Te ajustaré la cuenta en seguida y no te veré más. ERNESTO. ¡No oigo nada...! ¡Déjame en paz...! Es el señor Froment, mi profesor de bridge. Aparece el señor Froment, un viejecillo seco como un esparto, con cabeza de gorrión disecado y con cabellos de un blanco amarillento sobre una calvicie excesiva.
Palabra del Dia
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