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¡La calumniadora eres !... ¡, bribona! ¡Bribona!... ¿Porque te ha despreciado le acusas, infame? ¿No temes que se abra la tierra y te trague?... En aquel momento un hujier la cogió por un brazo y la empujó brutalmente hacia la puerta.

Atarugose un poco don Santiago con la observación de la marquesa, y miró hacia su mujer, la cual le socorrió con una ojeada que quería significar: «¡Ahí le duele a la bribona!... ¡Duro en ellaPor fortuna, no era tan áspero de veta el uno como la otra, y esto libró allí a la elegante dama de que la pusieran entre los dos para pelar.

En cuanto tiene dinero hace cada barbaridad... Con que no le des ni un duro. ¿Me lo prometes? Pero, mujer... No hay pero que valga; cuanto le das es para su mal. ¿Por qué? Porque tiene... Vamos, que se lo gasta todo con una bribona, no para en casa, descuida el estanco, trata mal a la pobre tía... y se pone malo. ¿Lo harás? Te prometo no volver a darle ni una peseta.

Amalia alzose vivamente de la silla y fue a cerrar la puerta. Los gritos dejaron de oírse, pero la nerviosa joven tampoco oyó ya las palabras de Amalia. Un gran desasosiego se apoderó de ella; subíanle vapores a la cara y al pensamiento atroces deseos de desvergonzarse con aquella malvada, de llamarla judía, bribona, infame. Todo lo que pasaba en aquella casa se le representó de golpe.

¡Crea usted que a me daba una alegría cuando lo contar!... Habría yo dado cualquier cosa por estar presente en aquella tragedia... Quite allá... es repugnante... Dos mujeres pegándose... Será lo que usted quiera; pero desde que me lo contaron, la bribona antigua se ha crecido a mis ojos y me parece menos arrastrada que la moderna. Este mundo, hija mía, está lleno de maldades.

Fuera de , doña Lupe le echó la zarpa a un brazo y sacudiéndola fuertemente, le soltó esta imprecación: «¡Ah!, maldita... bien claro se ve que es usted una bribona... una bribona en toda la extensión de la palabra... que lo ha sido siempre y lo será mientras viva... A todos engañó usted menos a ... a no... Yo la vi venir». Abrumada por su conciencia, Fortunata no pudo contestar nada.

Se había cortado la barba y los cabellos, pero le Tas se guardó bien de preguntarle por qué. El esplendor de la casa lo deslumbró; la dignidad severa de la señora Chermidy le impuso el mayor respeto. La hermosa bribona había adoptado una cara de procurador imperial. Lo hizo comparecer ante ella y lo interrogó sobre su pasado como mujer que no se equivoca.

Don Eugenio me lo ha contado, y don Eugenio no dice una cosa por otra. ¡Bribona! ¡Bribonaza! tartamudeó el señorito, iracundo, paseándose por la habitación aceleradamente.

Sabrá establecer una diferencia entre sus antiguos amores y su dicha presente. Seguramente no tendré que mostrarle en qué grado una belleza noble y casta, realzada por todo el brillo de la sangre y por todo el esplendor de la virtud, es superior a los halagos impúdicos de una bribona. Mientras tanto, ya está en buen camino.

No había acabado de decirlo, cuando oyeron los chillidos del pobre niño. No pudiendo contenerse, Guillermina se levantó y fue hacia la chapa agujereada, y por allí echó estas vehementes expresiones: «¡Hijo mío, esa loca que no viene!... tienes razón... ¡bribona!