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Aquel Juan brioso, que andaba siempre escondido en las ocasiones de fama y alarde, pero visible apenas se sabía de una prerrogativa de la patria desconocida o del decoro y albedrío de algún hombre hollados; aquel batallador temible y áspero, a quien jamás se atrevieron a llegar, avergonzadas de antemano, las ofertas y seducciones corruptoras a que otros vociferantes de temple venal habían prestado oídos; aquel que llevaba siempre en el rostro pálido y enjuto como el resplandor de una luz alta y desconocida, y en los ojos el centelleo de la hoja de una espada; aquel que no veía desdicha sin que creyese deber suyo remediarla, y se miraba como un delincuente cada vez que no podía poner remedio a una desdicha; aquel amantísimo corazón, que sobre todo desamparo vaciaba su piedad inagotable, y sobre toda humildad, energía o hermosura prodigaba apasionadamente su amor, había cedido, en su vida de libros y abstracciones, a la dulce necesidad, tantas veces funesta, de apretar sobre su corazón una manecita blanca.

Regalo son de los ojos, haciéndolas menos densas y bordando de la noche las misteriosas tinieblas: un luminoso suspiro de la luna macilenta; ¡del astro que lejos muere la despedida postrera! la luz temblorosa y pura de mil millares de estrellas que errantes chispas encienden sobre las ondas serenas; huyendo de los esquifes, murmurándoles sus quejas, fosforescentes espumas por irritadas más bellas; nieve, purísima nieve, dormida en las aguas quedas y que azoran, de los remos, las sacudidas violentas: destellos que multiplican las armas de los cincuenta que van a Máctan, del Régulo a vengar la grave ofensa, y que en la costa enemiga marcaran, antes, sus huellas, de que las nocturnas sombras avergonzadas por feas, se escondan viendo del alba la blanca faz hechicera.

Pero aun moviendo el columpio con parsimonia, el aire consigue levantar, al poco tiempo, las enaguas de la antigua doncella. Los oficiales ríen y empujan el columpio para que se vea más. ¡Fuerte, fuerte, que algo se pesca! les grita Paco Gómez. Las muchachas, entre risueñas y avergonzadas, se tapan la cara y se abrazan unas a otras diciéndose palabritas al oído.

Avergonzadas de ser más perezosas que él, las dos mujeres se levantaron y corrieron a sus brazos. ¿Qué hay? preguntó Catalina. Pues nada, se han marchado; quedamos dueños del camino, como había previsto. Aquella confianza no pareció tranquilizar a la anciana labradora, que no pudo dejar de mirar a través de los cristales para ver la retirada de los alemanes hacia el fondo de Alsacia.

De repente vio, casi con imágenes plásticas, las ideas de orden, de moral casera, ordinaria, sumidas en una triste y pálida y desabrida región del espíritu; oscurecidas, arrinconadas, avergonzadas; las vio, como el guardarropa anticuado y pobre de una dama de aldea, ridículas; eran como vestidos mal hechos, de colores ajados; ella misma se los había vestido y sentía vergüenza retrospectiva; , ella, a pesar de su prurito de originalidad, participaba de tantas y tantas preocupaciones, estaba sumida en la moral casera de aquellas señoras de pueblo que no aplaudían a los cantantes ni solían tener queridos.

Las pinas de los botareles parecían avergonzadas asomando sobre la cubierta vulgar; los arbotantes se hundían y desaparecían entre las áridas construcciones de las dependencias adosadas a la catedral; las torrecillas de las escaleras se ocultaban tras aquel lomo de tejas groseras. Los dos muchachos, resbalando en las cornisas verdosas por las lluvias, seguían los bordes superiores del edificio.