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El ruido de la guitarra y de los cantos de los ciegos arreció considerablemente, uniéndose al estrépito de tambores de Navidad. «¿Y no tienes tamborpreguntó Jacinta al pequeñuelo, que apenas oída la pregunta ya estaba diciendo que no con la cabeza. ¡Que barbaridad! ¡Miren que no tener un tambor...! Te lo voy a comprar hoy mismo, ahora mismo. ¿Me das un beso?

El entonces dijo al carretero: Vuelve tu mano, y sácame del campo, porque estoy herido. 34 Y arreció la batalla aquel día; mas el rey de Israel estuvo en pie en el carro enfrente de los sirios hasta la tarde, y murió a puestas del sol. 1 Y Josafat rey de Judá se volvió en paz a su casa en Jerusalén.

Arreció el horrible desconcierto; algo se desplomaba, y al volver la mirada, que Paulino, hincado de rodillas en medio de la estancia, con los brazos en cruz, y el mayor terror dibujado en su rostro, exclamaba con pavor: ¡Virgen Santísima! ¡El amo viejo, el amo viejo! Hay sucesos en la vida, que cuando se recuerdan pasados los años y con espíritu sereno sólo presentan un aspecto risible.

Verificose la triste ceremonia al amanecer del día 22, hora en que el temporal parece que arreció exprofeso, para aumentar la pavura de semejante escena. Sacados sobre cubierta los cuerpos de los oficiales, el cura rezó un responso a toda prisa, porque no era ocasión de andarse en dibujos, e inmediatamente se procedió al acto solemne.

Silbaban los insectos nocturnos en lo más escondido de los follajes; los floripondios, mecidos por el viento, columpiaban pesadamente sus campanas de raso; el «huele de noche» no tenía aromas, y el agua corría silenciosa por el sumidero del pilón. De pronto arreció el viento, me estremecí de frío, y cerré los ojos. No cuánto tiempo estuve así, adormecido, abrumado de pesar.

Trotaron los caballos, se alejó en salvo el coche, y a su espalda, ya lejos, arreció el rumor formidable del motín, semejante al ruido de una presa cuando rota la esclusa se precipita el agua en oleadas de espuma sucia y turbulenta. Desde que la mano levantaba el pegado cortinón de alfombra, reforzado con tiras de cuero, quedaban los ojos deslumbrados. La iglesia estaba hecha un ascua de oro.

Menudearon desde entonces las confesiones, y arreció la cólera de los perseguidores. Determinó el rey árabe, oido su consejo, que tuviese cualquiera musulman facultad para quitar la vida al que hablase mal de su profeta y secta.